Hasta que nos olamos

A pesar de la insistencia de muchos medios de comunicación a la caza de clicks, los guionistas de Los Simpson barruntaron solo una vez la posibilidad de que Donald Trump fuera presidente de EE UU, en el episodio Bart to the future, emitido originalmente el 19 de marzo del año 2000. Bastaba hacer una búsqueda en Google para comprobar que no era verdad que hubieran profetizado al multimillonario bajando unas escaleras mecánicas acompañado de su esposa, sino que fue al contrario (la navaja de Occam a veces es una aguafiestas, pero es muy práctica). La tiranía del clickbait es uno de los grandes males del periodismo contemporáneo, pero no es el único. Los periodistas nos hemos creído de verdad que Twitter es representativo de algo, que los retuits y los corazoncitos miden el pulso de la realidad. Y nada más lejos: lo hemos visto en el referendo del Brexit en Reino Unido, en la repetición de las elecciones generales en España (ay, el sorpasso) y ahora en las presidenciales de Estados Unidos. Tenemos que hacérnoslo mirar, no porque nuestra labor sea la de adivinar el futuro, sino porque es la de comprender, al menos, el presente e informar en consecuencia. Y no estamos dando una.

El caso de Los Simpson es significativo porque durante más de veinte años su creador, Matt Groening, y sus guionistas han sabido canalizar los cambios en su país a través de una familia humilde y para nada ejemplar con la que tantos nos sentimos identificados. Probablemente la mejor y más rentable adquisición que ha hecho el grupo Atresmedia en toda su historia ha sido la de los derechos de emisión en España de esta serie de animación, aunque no sean conscientes de por qué. Nos puede dar mucha rabia y podemos presumir de nuestra pureza antiimperialista cada vez que tengamos oportunidad, pero lo cierto es que queramos o no, Estados Unidos configura, modela y perfila nuestra cultura desde hace décadas a través del cine, la televisión, el espectáculo y la literatura (para bien y para mal). Las vicisitudes de la familia Simpson nos han ayudado a combatir la sobredosis propagandística de la era postreagan que nos han asestado las televisiones privadas españolas desde su creación a finales de los ochenta. La sátira ha sido una vacuna contra la indolencia y el pesebrismo ideológico que nos ha permitido mirar las cosas con mayor perspectiva después de que la Guerra Fría se hubiera congelado y la Historia, teóricamente, hubiera tocado a su fin. La frase “A mí no me mires, yo voté a Kodos”, pronunciada por Homer en uno de esos clásicos especiales de Halloween, es una definición tan certera de cómo funciona la democracia occidental que seguramente les hubiera gustado concebir a muchos politólogos de la Complutense.

Sin embargo, mientras Los Simpson reinaban en su espectro para todos los públicos -emitidos de forma ininterrumpida desde la cadena conservadora Fox, que ya tiene mérito-, otra serie, también de animación, ha conquistado a una franja de público más adulta, pero sobre todo más iconoclasta: South Park, que desde hace veinte años se ensaña con las contradicciones que suscita vivir en Estados Unidos. Ya en la penúltima temporada sus creadores Trey Parker y Matt Stone construyeron una hilarante narración sobre el doblepensar, lo políticamente correcto, la mojigatería y el meapilismo. Pero en la temporada que está todavía en curso, han aplicado toda esa teoría a la campaña electoral estadounidense. En esta versión animada de la realidad Trump viene representado por uno de los personajes recurrentes de la serie, el profesor Garrison, que habla como lo hace la gente corriente, sin medias tintas y sin intermediarios. En uno de los capítulos más recientes, emitido después de que se filtrara la grabación en la que el magnate presumía de su capacidad para “agarrar del coño” a las mujeres por el simple hecho de ser famoso, el profesor Garrison pronuncia una barbaridad semejante que espanta a parte de los asistentes. En realidad Garrison se ha dado cuenta de su falta de preparación para ser presidente y está intentando evitarlo por todos los medios. Pero la hipócrita reacción de muchos de sus seguidores tras la invectiva machista le empuja a preguntar: “¿Estábais de acuerdo con todo eso de cargarse a gente, a todos esos chicanos y musulmanes, pero esto de meter dedos en el culo no os parece bien?”. El análisis más lúcido de la indigesta campaña electoral estadounidense lo ha hecho un monigote. Pero la cosa no termina ahí.

En la presente temporada de South Park hay una segunda trama narrativa que no debería pasar desapercibida: todos los seguidores de Garrison/Trump son adictos al consumo de ‘member berries (frutas del bosque del recuerdo), unas bayas que suspiran en un tierno lamento por los buenos viejos tiempos, los años ochenta de la Guerra de las Galaxias, la de George Lucas, pero de manera implícita también la de Ronald Reagan, cuando América era grande porque la economía iba viento en popa y la Unión Soviética estaba a punto de despedazarse. El pasado mes de junio, pocos días después de la celebración del referéndum por la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, el empresario Arron Banks, el mayor donante de la campaña en favor del Brexit, confesaba al diario The Guardian que el secreto del éxito del UKIP había sido imitar el enfoque de la campaña de Trump y darse cuenta de que para vencer “necesitaban establecer un vínculo emocional con la gente” porque “la exposición de los hechos no funcionaba”. Cuando hemos matado a la ideología, la política recurre a los mismos mecanismos que la publicidad. Si a Disney le ha funcionado apelar a la nostalgia para pegar el pelotazo con una nueva entrega de Star Wars, ¿por qué no debería dar los mismos resultados con un candidato a la Casa Blanca?

Trump ha sabido leer la realidad mejor que los demócratas, que han preferido el continuismo institucional de Hillary Clinton a las tesis revolucionarias del socialdemócrata Bernie Sanders. Y la realidad es que las consecuencias de la Gran Recesión de 2008 han sepultado a la clase trabajadora estadounidense, esa que tanto han desdeñado los medios progresistas del país y sus lectores de clase media (lo que sea que eso signifique). “A mí no me mires, yo voté a Hillary” dirán todos ellos si las cosas se ponen chungas y probablemente señalarán como responsables a esos curritos ignorantes que le han dado el triunfo a Trump, como ha ocurrido en el Brexit, como hemos visto en España. Y el problema de todo esto está en ese “a mí no me mires”, que es la misma respuesta que han dado a los curritos ignorantes cuando se lamentaban de no tener trabajo o de tenerlo y no llegar ni a mitad de mes. Trump ha prometido lo imposible, más aún cuando el rechazo generalizado de los halcones republicanos le ha dado carta blanca para decir cualquier disparate que le viniera a la cabeza. La esperanza mueve el voto y no solo, como ya demostró Obama, el tipo al que le dieron un premio Nobel por el simple hecho de no ser George W. Bush y como Comandante en Jefe tiene un historial bélico que da escalofríos.

Salvando las distancias, en Estados Unidos ha pasado una cosa muy parecida a la ocurrida a la Italia de 1994, sumergida en una profunda crisis institucional que llevó a la fundación de la Segunda República después del escándalo de tangentopoli (para los profanos: la trama Gürtel en modo Dios). Y muchos de los votantes en EE UU se han guiado por el mismo silogismo, que puede parecer pueril, pero que en los dos casos ha funcionado a la perfección: un millonario no necesita meterse en política para enriquecerse, si se presenta al puesto es porque está comprometido con el país. Con hacer grande a este país, de nuevo.

En aquel futuro imaginado por los guionistas de Los Simpson en el que Lisa era elegida presidenta de EE UU después del desastroso mandato de Donald Trump, entre los jóvenes se había extendido una nueva forma de despedirse de forma coloquial: “Hasta que nos olamos”. Probablemente porque en ese porvenir imaginario la gente se comunicaba mediante hologramas y se habría perdido el contacto físico con otras personas, tocarse y olerse. Antes de hacer análisis apresurados en nuestros muros de Facebook o de retuitear al primero que ha enlazado el gif de Kevin Spacey en el papel del maquiavélico Underwood diciendo que “la democracia está sobrevalorada”, quizá deberíamos salir a la calle e impregnarnos del olor de toda esa gente que tiene demasiados problemas como para preocuparse de qué hostias trata la polémica del día en las redes sociales. Nosotros, los periodistas, los primeros.

Y es que el secreto de la dramaturgia de Los Simpson y de South Park consiste en una cosa muy sencilla: en cada episodio, lo que ocurre a un personaje cualquiera acaba implicando a toda la comunidad. Deberíamos tenerlo en cuenta, tan absortos como estamos preguntándonos constantemente “¿Qué hay de lo mío?”.

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