Reflexiones dramatúrgicas (I).
La expresión anglosajona fatal flaw deriva de un término griego, Hamartia, que significa “errar”, y era un concepto elemental en las premisas narrativas de las tragedias: el personaje principal debía averiguar cuál era el error vital con el que tropezaba recurrentemente si quería desafiar a su destino. Es decir, si quería evitar acabar muerto o compartiendo lecho conyugal con su propia madre después de asesinar a su padre por un malentendido.
Un “defecto fatal”, traducción literal de la expresión en inglés, es un concepto que se todavía se aplica en escritura dramatúrgica. Es, en esencia, lo que nos permite identificarnos con cualquier personaje de ficción: desde la timidez o la cobardía a un cariño desmesurado por las bebidas alcohólicas. La mayor parte del cine comercial y de autor cuenta con un protagonista defectuoso que debe superarse para cumplir su objetivo. Desde Luke Skywalker o Rocky Balboa hasta Michael Corleone y Grace Margaret Mulligan (Nicole Kidman en Dogville).
En realidad, todos tenemos un defecto fatal. O varios, aunque siempre hay uno que destaca. Cualquier aspirante a guionista, novelista o dramaturgo debe averiguar qué o quién le pone la pierna encima para que no levante cabeza. Debe, por tanto, exponerse emocionalmente. Y solo así podrá encontrar su mirada, su voz y, sobre todo, su tema.
Si un guion o un libreto está bien escrito, aunque el desenlace sea críptico, bastará analizar el núcleo temático y el desarrollo del personaje principal. La comprensión del conjunto de una ficción se fundamenta en esos dos elementos.
¿Por qué explico todo esto? Porque a pesar de ser una obviedad, parece que a menudo la crítica cinematográfica olvida estos conceptos (incluida, la primera de la lista, la que alberga este blog).