Ya somos europeos

Esta frase, famosa en los alrededores del año 1986 cuando España entró en la UE, ha vuelto a cobrar sentido con la reforma constitucional que acaban de anunciar PSOE y PP.
Podemos decir que, 25 años después, España se acaba de doctorar en el acervo comunitario. No sólo traspone –traslada, en jerga- directivas europeas a su legislación nacional, también lo hace con la manera de negociar y con la forma de alcanzar acuerdos tan típica de la UE. El método se basa en dos elementos fundamentales: pactos confusos y difusos, a menudo sobre cuestiones que ya existen, y, sobre todo, para el largo plazo.
Para empezar con los paralelismos entre el Consejo Europeo y el Congreso de los Diputados, el Gobierno anunció la reforma constitucional como una cuestión poco menos que de vida o muerte –de hecho, empezó a perjeñarla en los peores días del capítulo de la crisis de deuda de este verano-. El PP recogió el guante rápidamente. Tanto como que Zapatero y Rajoy ya habían iniciado los contactos un día antes.
La inclusión de un límite para el déficit y el endeudamiento en la Constitución era la solución definitiva contra las embestidas de los mercados. Y PP y PSOE se encerraron, en inaudita sintonía, a negociar.
El resultado es una nueva redacción del artículo 135 de la Constitución que consagra el principio de estabilidad presupuestaria que deberán cumplir todas las administraciones públicas, cuyo déficit estructural no podrá superar los márgenes que establezca la UE. En España ya hay límites al déficit de las administraciones públicas, que son penalizadas con la prohibición de endeudarse si lo superan.
Eso en la Constitución. Porque en junio del año que viene deberá aprobarse una ley orgánica que fijará el límite del déficit estructural en el 0,40% del PIB para 2020. También incluirá que la deuda pública no podrá supera el 60% para esa fecha. La cuestión es que el déficit estructural –en una situación de pleno empleo, por tanto, idea y muy alejada de la crisis actuall- no es lo mismo que el déficit presupuestario, que podrá ser superior, quizá hasta alcanzar otro límite que ya existe, el 3% del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) de la UE. El PEC contempla también la novedad de la deuda del 60%. Con un plazo a 9 años vista, en 2020 no sería una locura pensar la Comisión Europea decida antes actuar contra los países que superen el tope de deuda. Lo haría mediante procedimientos de infracción que para los países que no cumplan pueden terminar ante el tribunal de Luxemburgo, la versión comunitaria del Tribunal Constitucional al que, con la nueva reforma y sólo a partir de 2020, se podrá elevar un recurso de inconstitucionalidad por el mismo motivo.
También à la manière communautaire, el quién hace qué se ha dejado también a la interpretación libre. Frente a los temores de los nacionalistas de que el –disipado- límite de déficit fuera a fijarlo el Congreso, el papel final da libertad a cada administración pública para que sea austera según la manera que estime conveniente. Una polémica menos.
Dicen los mullidotes del acuerdo que el resultado es algo novedosísimo, porque España se convierte en el primer país de la UE con una referencia similar en su Constitución y están seguros de que con esto los mercados tomarán nota.
El PP dice es exactamente lo que ellos han querido siempre y que, de hecho, es la primera de las reformas estructurales que necesita la economía española. El acuerdo también clava las pretensiones del PSOE, a pesar de que el Gobierno se ha resistido durante años. La reclamación del candidato Rubalcaba de que el acuerdo no incluyera cifras concretas en la Carta Magna da también la impresión de que, una vez metido en faena, el Gobierno pensaba en otra cosa.
Dice Durán Lleida que es “surrealista” una reforma constitucional “al final de la legislatura”, “a contrarreloj” y sin consultar a los ciudadanos.
Podría haber sido más “esperpéntica”, por seguir citando al portavoz de CiU. El amago del PVN para aprovechar e introducir en la Constitución el derecho a la autodeterminación no tiene visos de triunfar. Ahí aún nos diferenciamos de la UE, que debería enumerar en un libro las exigencias más peregrinas de sus distintos países a las que ha dicho sí para alcanzar un acuerdo. Pero todo se andará.

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