Al parecer, los escritores Alberto Olmos y Patricio Pron no se llevan bien. Se ha dado la casualidad de que ambos han publicado libro recientemente, y además en la misma editorial. Los dos han estado de promoción y los dos han sido entrevistados en esta revista, el primero por su libro de cuentos, Guardar las formas, y el segundo por su novela, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Pero, por extraño que parezca, esta vez no vamos a hablar de sus libros. Ni siquiera vamos a hablar de su enemistad más o menos reconocida públicamente, que poco importa. Vamos a hablar, si es posible, del papel del escritor en la prescripción de libros, un papel que los dos, Olmos y Pron, juegan cada uno a su manera, con disimilitudes pero también con coincidencias.
Tanto Olmos como Pron ejercen la crítica literaria con pasión ejemplarizante. Los dos son grandes, grandísimos lectores, insaciables y totalizantes. Están preocupados por lo que se publica y por lo que se reedita, por los autores contemporáneos y por las relecturas de eso que llamamos clásicos, por los nuevos escritores y por los descubrimientos inesperados. No se conforman con las publicaciones de las editoriales mayoritarias, bien al contrario, bucean en las nuevas, en las independientes y en las marginales. Interrogan textos de todo tipo con presupuestos radicales, originales y exhaustivos. A veces, es cierto, son cruentos con ellos; a veces son tolerantes. Siempre son, eso sí, exigentes, y nunca son, o no suelen ser, complacientes. No tienen la misma forma de leer, ni de juzgar ni de exponer, pero coinciden en la integridad.
Desde luego, en lo que no coinciden es en los gustos, en las pasiones, en la concepción de la literatura ni en sus cometidos. Es difícil imaginar dos obras tan divergentes en el tratamiento de los temas y en las obsesiones resultantes. Ambos son dos escritores verdaderos, ambiciosos y luchadores, pero tampoco en sus méritos o debilidades pueden ser comparados. Acaso les une la voluntad de estilo y el inconformismo, pero puede que me equivoque y por eso no voy a pisar ese terreno. Entiendo que también les iguala la propensión a sincerarse en las entrevistas, la tentación de hacer declaraciones rotundas, como machetazos, que no dejan indiferente a nadie. Más allá de eso, como dicen los escritores plagiaristas, padrastros ni en los dedos.
Y bien, ¿qué podemos sacar en claro de todas estas afinidades y rechazos? Ahí van mis conclusiones. Uno, que los escritores a veces son los peores críticos de sus obras pero son los mejores comentaristas de las obras de los demás. Dos, que los escritores son imprescindibles en la elaboración del canon, tan encogido como está, en la construcción de listas, tan aleatorias como son, y en la filtración de las recomendaciones, tan caprichosas ellas. Tres, que los escritores son antes que nada lectores y que no se puede pretender crear una voz propia si previa o simultáneamente no se han depurado y asimilado las voces de los demás. Y cuatro, que se puede estar en desacuerdo con las políticas o criterios de los demás pero que irremediablemente se ha de estar de acuerdo en la argumentación de postulados analíticos y constructivos que favorezcan la exaltación y el crecimiento de la literatura. Sí, la literatura, esa cosa a la que todos debemos amistad eterna, incluso los que no se tienen por tales.