He leído todo lo que he podido de Ricardo Piglia. Digo lo que he podido a propósito, porque leer a Piglia no tiene fin y además es imposible saber quién es realmente Ricardo Piglia. Leerlo, a Piglia, a Renzi, es necesario para darse cuenta de la insaciable necesidad de transcendencia que encierran los hechos más prosaicos de una vida comparados con los sucesos más o menos irreales que acontecen en la mente del lector. Eso, la insaciable necesidad de transcendencia, es una expresión que condensa y expande la insignificancia que amenaza nuestras vidas. No somos tanto la suma de nuestros actos como la suma de los actos ajenos. Eso escribió Julio Cortázar, quién no andaba escaso de transcendencia y banalidad, que nos hacemos en las lecturas de los otros.
En realidad, no importa si fue Cortázar u otro quien escribió la sentencia anterior. Puede que la haya escrito el propio Piglia, tan dado a reescribir la historia de la literatura mediante citas reales y apócrifas, citas falsas o completadas para un mejor funcionamiento de la transcendencia, de la comprensión del fenómeno literario. En Respiración artificial Piglia dejó escrito, en boca de Tardewski: Yo soy un hombre enteramente hecho de citas. Frase ésta de la que se ha apropiado Vila-Matas en más de una ocasión.
Reviso ese libro para acercarme de nuevo a Piglia. Lo he olvidado casi todo de él, como de casi todos los libros. La memoria me falla cada vez más, ignoro por qué. Las pastillas para dormir, las alegrías desmesuradas y las resacas, el miedo que se ha instalado en mi cabeza como una forma de alarma. Qué más da. De cada lectura acometida siempre queda algo, un fogonazo, una idea, el recuerdo de una escena, la admiración o el rechazo hacia un personaje. También queda otra cosa, una advertencia: la imposibilidad de aprenderlo todo. La imposibilidad, acuciante, de ser siempre el mismo y otro.
Coinciden en las librerías dos nuevas obras de Piglia. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, en Anagrama, y La forma inicial. Conversaciones en Princeton, en Sexto Piso. Libros para leer a tirones, para abrirlos por cualquier página y encerrarse en ellos el tiempo que cada uno aguante. Así es como no me queda más remedio que leer a Piglia hoy, con intensidad y descaro, con devoción pero con desconfianza, llevando a cabo un zapeo premeditado, desnudándome y ocultándome detrás de cada párrafo, sintiéndome al mismo tiempo un farsante y un luchador, queriendo leer más y leer mejor, queriendo escribir más y, si fuera posible, escribir mejor. Pero no:
Los escritores verdaderamente grandes son aquellos que enfrentan siempre la imposibilidad casi absoluta de escribir.
Es posible que a lo largo de mi vida literaria haya inventado citas sin ser consciente de ello, o siendo plenamente consciente de ello, como parece que quiere decirnos Piglia, que no queda más remedio que inventar, que superponer, como si cogiéramos una hoja de calco para leer unos textos que deben ser reproducidos siempre iguales, pero también diferentes. Leer a Piglia, leer a cualquier escritor, vivo o muerto, es una manera como cualquier otra de imitarlo. Pero no se trata de repetir sino de subvertir, de pervertir el lenguaje y la historia que nos explica para contar con ella nuestra historia, nuestra verdad en la verdad de los otros.
Buscar la originalidad en la reinvención y en la subversión, algo así nos dice Piglia, o pienso yo que nos dice Piglia, porque Piglia logra que cada uno de sus lectores aprenda de él una lección distinta, reconfortante y suprema, una lección que estaba escondida en lo más recóndito de su experiencia, esperando el momento para salir de su escondite y explotar. Leer a Piglia, en definitiva, es un atentado contra las formas tradicionales de leer, y por eso cada uno puede leerlo como le dé la gana, lo que bien mirado es la mejor forma de leer.