Todo lo que queda de la madre de Renton es una sombra proyectada sobre la pared del comedor. Obviamente es un efecto óptico, la silueta pertenece al propio Renton, pero se despliega como un manto para cubrir el sitio en el que su madre solía sentarse a la mesa. Así de sutil el director Danny Boyle pone en escena uno de los temas fundamentales de las dos entregas de Trainspotting: la rebeldía, el inconformismo y la insensatez son los síntomas de una reacción a la vida anodina con la que el estado del bienestar había sedado a los padres de toda una generación. En otras palabras: la jeringa representaba para Renton la única posibilidad de trascender, de dejar una huella en este mundo, pero sobre todo de combatir el tedio.
Boyle ha construido un metadiscurso interesantísimo en la secuela de Trainspotting, un juego de espejos que viene representado de forma literal en el clímax de la película, cuando el personaje al que interpreta Ewan McGregor trata de esconderse de las consecuencias de la traición perpetrada veinte años antes. La nueva película surge, evidentemente, como una iniciativa comercial enfocada a los bolsillos de aquella generación de jóvenes que se sintió reflejada en las aventuras nihilistas de aquellos escoceses descerebrados. Pero el director, lejos de limitarse a complacer a los nostálgicos, envuelve con un papel muy vistoso un caramelo envenenado.
T2, taquillazo asegurado en todo el mundo, se presenta como uno de los discursos más pertinentes al mundo actual, pero su manifiesto no tiene nada que ver con el contenido que del nuevo “Elige vivir” que Renton recita a Veronica en la mesa de un restaurante de moda. Lo que Boyle nos quiere decir -a partir del texto de Irvine Welsh y la adaptación de John Hodge- es que la nueva lacra de este mundo no es la maldita heroína, sino la miserable nostalgia. Esa terrible droga que nos está convenciendo de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Renton y Sick Boy ridiculizan a toda una parroquia protestante que ahoga en pintas de cerveza su melancolía por el año 1690, cuando expulsaron a los católicos. Pero ellos también son víctimas del mismo síndrome de Estocolmo con el pasado. El protagonista acaricia una nueva aguja, la de su tocadiscos, con la que acabará pinchando el vinilo de Iggy Pop. Cuando la punta de acero incide el disco, Renton experimenta una regresión especular con su propio yo de veinte años antes. Entonces, era la heroína que entraba en sus venas, ahora es el recuerdo de aquellos viejos buenos tiempos.