El próximo mes de octubre se estrenará en Estados Unidos Pastoral americana, adaptación de la novela homónima de Philip Roth dirigida por Ewan McGregor en su debut detrás de la cámara. El actor escocés también protagoniza el filme junto a las actrices Jennifer Connelly y Dakota Fanning. Margen suficiente para que quienes no conozcan la novela, la descubran, y quienes ya la han leído, la relean. Incluido el propio autor.
Desde que Philip Roth confirmó su retirada definitiva el pasado mes de mayo de 2014 en una entrevista emitida por la cadena británica BBC, me gusta imaginarlo releyendo uno de sus 31 libros, como dijo a todo el mundo que haría cuando dejara oficialmente de escribir (ya lo ha hecho con El lamento de Portnoy). Imagino que se levanta de una silla de cuero negro frente al escritorio, atraviesa la puerta del despacho de su apartamento en el Upper West Side de Nueva York y entra en el salón de su pequeña cabaña de madera en Connecticut, donde se sienta en un sillón orejero, frente a la chimenea encendida, después de haber rescatado de la estantería un ejemplar intacto de Pastoral americana. Y como si no lo hubiera escrito él mismo ni hubiera sido galardonado con un premio Pulitzer por ese título, comienza a sumergirse en ese microuniverso que representa la localidad de Weequahic, en la ciudad de Newark, Nueva Jersey, en el que Seymour Levov, conocido como el Sueco, se atraganta con las mieles del sueño americano después de que su propia hija, Merry, haga estallar todo por los aires.
Aquella novela no era la primera en la que Roth experimentaba con la forma del relato, ya lo había hecho en anteriores libros protagonizados por ese personaje que representa a su álter ego, el escritor judío de Newark llamado Nathan Zuckerman. Pero Pastoral americana, en términos de estructura narrativa, es la sublimación de su experimentación formal: una catedral renacentista en la que transgrede las sagradas normas de la perspectiva del escritor modificando el punto de vista del narrador hasta en siete ocasiones. Y lo hace con tal naturalidad que pasa desapercibido ante los ojos del lector más avezado. De esta manera, Zuckerman, que comienza contando en primera persona su admiración juvenil por su ídolo, el Sueco -un americano descendiente de inmigrantes, atleta, héroe y empresario de éxito-, abandona silencioso el escenario y el relato se desliza sutilmente hacia una narración en tercera persona en la que se descubren los motivos por los que aquel hombre de aspecto nórdico, ciudadano ejemplar, padre y marido amantísimo acabó conociendo la infelicidad, atrapado en una pesadilla que lo torturará hasta el último día, como se puede leer en las seis ocasiones en las que el texto deviene un soliloquio en el que el Sueco se pregunta, lleno de rabia, qué diablos ha hecho para merecer esto.
“Qué cosa en el mundo es menos reprobable que la vida de los Levov”, como escribe Roth. “Mostrar la belleza del dolor humano, eso solo está al alcance de un verdadero artista”, como dice el profesor Germán a El chico de la última fila, de Juan Mayorga. El punto de vista no solo es una cuestión gramatical, sino una elección consciente del autor que regula su mirada, establece la distancia y marca la intensidad del relato. Roth se acerca tanto al Sueco que acaba metiéndose en su cabeza.
En su sillón, Roth subraya con un lápiz una frase que acaba de leer en su libro: “El Sueco estaba encadenado a la historia, era un instrumento de la historia”. Para contar su caída, el novelista recreó la agitada década de los sesenta que cambió radicalmente la percepción idílica que los propios estadounidenses tenían de su país. La dulce Merry Levov inició a su padre “al ostracismo en una América completamente diferente” en aquel decenio que “había hecho pedazos su particular forma de utopía” porque el Sueco y Weequahic probablemente sean una sinécdoque del pueblo americano, y su hija, que “le distancia de la tanto deseada pastoral americana”, lo proyecta en todo lo que representa “su antítesis y su enemigo, en el furor, la violencia y la desesperación de la contrapastoral: en la innata rabia ciega de América”. Sin saberlo, solo cuatro años más tarde de la publicación de la novela, la historia volvía a repetirse. Y los dos primeros decenios del siglo XXI han devuelto a Estados Unidos los viejos fantasmas de Vietnam y el conflicto racial.
Roth, sentado en su sillón, sonríe tímidamente cuando llega al párrafo en el que siembra una referencia metaliteraria que es una valiosa pista para desentrañar el significado de su novela. “Quizá todas mis desordenadas conjeturas sobre los motivos del Sueco eran solo fruto de mi impaciencia profesional, de mi intento de infundirles un significado tendencioso similar al que Tolstoi había asignado a Ivan Ilich en el malévolo relato en el que explica cruelmente, en términos clínicos, qué significa ser una persona cualquiera. Ivan Ilich, alto funcionario y magistrado de la corte suprema, que había llevado ‘una vida decorosa aprobada por la sociedad’ y que en el lecho de muerte, preso de una angustia y un terror incesante, piensa: ‘Quizá no he vivido como debería’. Porque su vida, dice Tolstoi, había sido muy simple y muy común y, por tanto, terrible”.
La mirada de Roth, entonces, se aparta del libro y se pierde en el fuego de la chimenea. El novelista, de 82 años, escucha complacido el sonido de la leña que crepita hasta que un carraspeo fingido, a sus espaldas, interrumpe su meditación bucólica. Roth se gira sobresaltado y descubre al espectro del mismísimo Zuckerman, que saluda con una mueca y camina dos pasos hasta colocarse frente a él, entre el sillón y la chimenea. “La vida de Levov el Sueco, al menos por lo que sabía yo, había sido muy simple y muy común, y por tanto, hermosa, perfectamente americana”, recita de memoria su álter ego. Roth baja la vista hacia el texto y lee esas mismas palabras “¿Aún lo recuerdas?”, pregunta. “Me acuerdo de todo lo que hemos escrito, Philip”. El novelista entonces hojea su libro, escoge una página al azar y comienza a leer: “Lo cierto es que la vida no consiste en entender a las personas”, lee. “Vivir es malinterpretarlas – contesta Zuckerman-. Malinterpretarlas una y otra vez y después de una reconsideración, malinterpretarlas de nuevo. Así es como sabemos que estamos vivos, porque nos equivocamos. Quizá lo mejor sería renunciar a entender o no a la gente y seguir nuestro camino. Pero si puedes hacerlo, en fin, afortunado tú”. “Impresionante”, responde, mientras ya ha encontrado otro párrafo: “Escribir te transforma…”. El espectro lo interrumpe: “…en una persona que se equivoca siempre. La perversión que te empuja a continuar es la ilusión de que un día acertarás”.
Roth sonríe satisfecho. Zuckerman, aún de pie frente al fuego, pregunta con tono irónico: “¿Desde cuándo eres el infalible Philip Roth?”. Y los dos, al unísono, se funden en una sonora carcajada que retumba en la cabaña de madera de Connecticut, se propaga en el apartamento del Upper West Side de Nueva York y resuena como un eco en Estocolmo, donde nunca vivió Seymour Levov -porque ni siquiera sus antecesores provenían de aquel país-, pero es donde se reúne la Academia Sueca año tras año para deliberar el Nobel de la Literatura.