Nunca me han gustado los elogios que trae consigo la muerte, pero quizá esta vez sean necesarios. El escritor valenciano Rafael Chirbes ha muerto a los 66 años de edad, dejando tras de sí una obra mayúscula, incontrovertible. La buena letra, La larga marcha, Crematorio o En la orilla han cambiado la percepción que uno tenía de la literatura, y lo mismo les ha pasado a miles de lectores exigentes que no temen enfrentarse al poder y a la frustración de la derrota. Porque las novelas de Chirbes son dolorosas, a veces catastróficas, siempre realistas, signifique eso lo que signifique, pero nunca complacientes.
En estos casos lo más fácil es decir que siempre nos quedarán sus libros, que siempre estarán ahí para iluminarnos cuando todo esté oscuro, que siempre podremos volver a ellos en los momentos de zozobra, de indecisión, de hartazgo. Pero no es asi. La muerte nos priba del placer de seguir vivos, de la necesidad de seguir alerta, de la urgecia de seguir luchando. Sí, está bien, nos quedan sus novelas y su estela (y parece que un libro póstumo para finales de año). Pero nos falta su sombra, la sombra del hombre.
En tres ocasiones intenté entrevistar a Rafael Chirbes. No lo conseguí en ninguna de las tres. Conseguí, eso sí, charlar con él gracias al email. No me atrevía a llamarle, me perturbaba poder perturbar su aislamiento escogido, y las tres ocasiones le propuse participar en una entrevista vía correo electrónico. Como Chirbes marcaba su ritmo, cuando leía mis correos ya era tarde y el tiempo para participar en el reportaje había expirado. Pero aun así siempre respondió a mis cartas.
La última vez que “hablamos”, le habían concedido el Premio Nacional. Una vez más, rehusó cortésmente y a destiempo participar en la entrevista. Me explicó que estaba cansado de tantas idas y venidas, que estaba harto de oírse hablar de esto y de aquello, que necesitaba alejarse del escenario público porque, escribió, “a fuerza de hablar, no sé quién soy”. Se despidió diciendo que no quería volver a hablar hasta que saliera, si es que salía, un nuevo libro suyo. Los premios y las laudatoiras pueden precipitar en uno la sensación de final. Y Chirbes, al parecer, la estaba sintiendo.
Aproveché para darle la enhorabuena por el Premio Nacional, pero sobre todo le di las gracias por escribir, por seguir escribiendo, puesto que sus libros, sus argumentos, su estilo narrativo y su postura frente al mundo y su amor por la literatura eran una inspiración y un ejemplo para aquellos que estamos convencidos de que la literatura es todo eso y quizá también sea ya el único lugar del mundo donde aún existe libertad, juicio, voluntad de comprender la realidad, ética y estética y cualquier cosa de lo que uno sea capaz. Le aseguré, le supliqué, que debía seguir escribiendo, que se lo debía a sí mismo y nos lo debía a nosotros. Me despedí de él sin saber si me había excedido en mis palabras, en mis exigencias, si me estaba dejando llevar por la emoción de cartearme con un maestro vivo de la literatura en castellano.
Su respuesta fue sobrecogedora. Aunque no me quede claro si a él le hubiera gustado que yo la haga pública ahora, creo que sí, que es mejor dejarlo escrito aquí, porque quizá sí le hubiera gustado que todos sepan, que todos sepamos, que no era tan hosco ni tan duro ni tan inconmovible como aparentaba ser.
Querido Daniel
Muchísimas gracias por sus palabras. Joder, consigue usted emocionarme. Ojalá pueda volver a escribir, uno nunca lo sabe, aunque tener un lector como usted me empuja. Gracias una vez más y un abrazo.
Haber emocionado a Rafael Chirbes es el mayor logro literario al que uno puede aspirar, o al menos es el mayor logro que yo he conseguido en mi vida gracias a la literatura. Ojalá Chirbes pudiera volver a escribir, pero me temo que sí, que es cierto que ya solo nos quedan sus libros. Y el dolor.