D asiste a una fiesta literaria la noche anterior a la inauguración de la 74º edición de la Feria del Libro de Madrid. Por supuesto, no es la primera fiesta literaria a la que asiste, pero todas las veces que D asiste a una fiesta literaria es como si fuera la primera vez. ¿Por qué le ocurre esto a D? ¿Por qué todas las veces que D acude a una fiesta literaria descubre que allí hay cualquier cosa menos literatura y motivos para una fiesta?
En la fiesta literaria a la que asistió D junto a uno de los firmantes del ya famoso Manifiesto Plagiarista había varios elementos que deben reunir las fiestas. Había música y había alcohol y había chicas guapas y hombres modernos, y viceversa. En la fiesta literaria también había editores, escritores y periodistas literarios, signifique eso lo que signifique. En la fiesta literaria, es de suponer, había drogas, aunque D no las llevaba ni las consumió, pero diríase que las había o las hubiera o las debería haber habido porque en todas las fiestas las hay, y porque la literatura es de por sí una droga, y de las mejores. Pero ¿qué había de literatura en la fiesta? ¿Eh?
Para empezar, la literatura también es una fiesta. Bien, sí. Pero ¿por qué? No es fácil, o es imposible, entender que la literatura es tan importante como la vida, quizá más. No es fácil, o es imposible, aceptar que los escritores no estamos en el mundo solo para beber y drogarnos como si una fiesta literaria fuera una fiesta cualquiera. No es fácil, o es imposible, asumir que los editores también son personas normales y corrientes por cuyas venas no solo entra literatura sino también alcohol e intranscendencias. Pero D, una vez más, había asistido a la fiesta literaria con ganas de esparcir sus renovados descubrimientos literarios, que en esta ocasión habían tomado forma en el libro Doce cuentos del sur de Asia, un libro raro o imaginario publicado cabalmente por la editorial Imaginaire.
D, tal vez, no es tan listo como se piensa, si es que alguien es tan listo como se piensa. De hecho, D tal vez ni siquiera es listo, pero sí pertinaz y consecuente. Porque D se presentó en la fiesta literaria con dicho ejemplar bajo el brazo, Doce cuentos del sur de Asia, porque pensó que sí, que tal vez sí, que una fiesta literaria era un buen momento para hablar de literatura. Al cabo de unas cuantas cervezas, unas cuantas personas se interesaron por el libro que D llevaba bajo el brazo como si fuera un talismán o un arma arrojadiza. Tras las salutaciones y las formalidades, D, ansioso y desesperado, empezó a pensar que nada valía una mierda y que no había nada más patético que presentarse a una fiesta donde no hay nada realmente literario con un libro de literatura imaginaria.
Cuando la gente de bien se hubo marchado D preguntó a la etílica concurrencia para qué servía la literatura. ¿Cómo? ¿La literatura? ¿Para qué podía servir? No parecía el mejor momento para preguntarlo, pero aun así lo hizo. Estamos en una fiesta, le dijeron. No es el mejor momento para hablar de literatura, le dijeron. No bebas más, chaval, le dijeron. A falta de una respuesta satisfactoria se volvió a su compañero de desbarres, a la sazón fundador del Movimiento Plagiarista, esa extraña cosa, y le espetó: ¿y ahora qué, eh? ¿Y ahora qué?
Ahora morir, dormir, tal vez soñar, dijo él. Pero él había leído demasiado y en las fiestas literarias nadie quiere hablar de libros porque al fin y al cabo se trata de una fiesta y no de literatura, esa cosa extraña de la que tanto habla D y que tanto necesitamos todos a pesar de que no parezca importante y no valga para nada, ni siquiera, tristemente, para muchos de sus participantes.