Se echó la mano al bolsillo y sacó el estuche. Trató de calmarse, pero no podía dejar de pensar en la posibilidad de que su padre hubiera resultado herido al intentar neutralizar al atracador. Sacó el móvil del bolsillo, marcó el número de emergencias y sin esperar la respuesta de su interlocutor, susurró en castellano: “Necesito ayuda”. Pero la persona al otro lado del teléfono se obstinaba en hablar en francés. Finalmente colgó pronunciando un exabrupto. Cargó la CZ-99 y se arrastró hacia la puerta, que empujó con cuidado para que no hiciera ruido. Se parapetó detrás de un estante lleno de chocolatinas desde el que podía ver medio perfil derecho del asaltante, que aún sostenía el arma mientras el dependiente vaciaba la caja registradora en una bolsa de plástico. Empuñó la pistola con las dos manos y apuntó hacia la cabeza encapuchada. Respiró hondo, como le había enseñado su padre, y finalmente apretó el gatillo.
El proyectil entró por la parte derecha del cuello y salió ligeramente desviada por el lado contrario hasta incrustarse en la cristalera del establecimiento, que se agrietó alrededor del impacto. El atracador se desplomó hacia su izquierda golpeándose la sien contra el mostrador. En un último estertor, se le escapó el arma de las manos y la herida del cuello expelió unos últimos borbotones de sangre.
Siguió el reguero de sangre que había visto desde fuera y detrás del expositor encontró el cadáver de un hombre vestido con el uniforme de Autogrill. Deshizo el camino, se arrodilló delante del encapuchado y le quitó el pasamontañas. Sus ojos estaban abiertos y parecían mirar a algún lugar más allá del techo del local.
Aún muerto, su padre conservaba esa mirada fría y distante con la que volvió a casa después de su última misión en Afganistán después de que murieran cinco soldados de su escuadrón en un atentado en la base de Qala-i-Naw. Un gesto ausente y vacío que no se alteró cuando le prohibieron volver al campo de batalla ni cuando su esposa murió de un cáncer fulminante ni tampoco cuando su hija le preguntó insistentemente horas antes: “¿Adónde vamos?”. “Pronto lo descubrirás” -le respondió indicando el termo en el que le había preparado una infusión- “Y necesitarás estar hidratada”.
Lucía se alzó y miró la CZ-99 que aún sostenía en su mano derecha. El empleado le dijo algo que ella no entendió y como no respondió, se lo repitió más fuerte, casi en un grito. Lo miró, entonces, y le descerrajó tres disparos en el pecho. Los otros dos hombres, que continuaban tumbados, gritaron “No, no” cuando vieron que la pistola apuntaba hacia ellos y después sus gritos se ahogaron en el sonido de cinco estallidos secos hasta que ya no gritaron más. Se agachó de nuevo frente al cadáver de su padre, rebuscó en sus bolsillos y cogió las llaves del coche. Agarró la bolsa de plástico llena del dinero de la caja registradora y salió del establecimiento.