Todos los ciudadanos que nos consideramos normales nos hemos sentido abatidos y desconcertados cuando la noticia salto a los teletipos. Un padre había “presuntamente” degollado y mutilado salvajemente a sus propias hijas con una radial para, supuestamente, vengarse del daño que le había hecho su ex mujer.
¡No era posible tanta crueldad ni tanta brutalidad! Unos seres indefensos, hijos del “presunto” asesino pagaban con su vida las ideas sobrevaloradas y claramente patológicas de un sujeto que, por lo que vamos oyendo y leyendo, tiene abundantes y floridos rasgos anómalos en su personalidad, aunque de entrada al menos, no hay síntomas evidentes para considerarlo un enfermo mental grave.
Este “presunto” delincuente, hasta hace unos días anodino padre y ex marido, puede ser el primer ciudadano español en ser condenado a cadena perpetua (prisión permanente revisable dicho de forma mas precisa), castigo de reciente aparición en el código penal español y que ha llegado cargado de polémica y abundante critica. Al parecer la mayoría de los partidos políticos están en contra de la medida, al afirmar que vulnera la “esencia” de la pena que es la rehabilitación del delincuente y también que contraviene los derechos humanos.
A mi modo de ver las duras criticas que hemos oído no son del todo justificadas y habría que matizar muchos aspectos antes de decantarse por la prometida supresión de esta pena si los contrarios a la misma ganan las elecciones. En primer lugar por que la medida punitiva, como su propio nombre indica, es revisable, y por lo tanto modificable según la conducta del sujeto y las evaluaciones que de este se vayan haciendo en prisión. En segundo lugar, por que aunque es cierto que las penas deben estar orientadas a la rehabilitación, también deben suponer un castigo por contravenir la norma. Por ultimo, por que nos guste o no, tenemos que admitir que hay sujetos que no son rehabilitables. Lo que habrá que hacer es afinar muy bien en el diagnostico y estudiar concienzuda y pormenorizamente cada caso, pero sin duda la historia de la psiquiatría forense esta llena de ejemplos que confirman mi aseveración.
Existen personas que, sin ser enfermos mentales “estricto senso”, tienen lo que llamamos en psiquiatría trastornos de la personalidad. Esto es, tienen formas de ser, de vivir, de relacionarse con ellos mismos y con los demás, claramente anormales, patológicas y en muchos casos marcadamente antisociales. Son sujetos que saben lo que hacen y que por lo tanto conocen también la ilicitud de su conducta. Además pueden actuar en uno u otro sentido, es decir, tiene conservada su libertad volitiva. En consecuencia serían individuos imputables como se denomina en el argot jurídico.
Estos personajes hacen lo que hacen por que quieren hacerlo. Y podrían inhibir o modificar su conducta pero no lo desean. En unos casos se trata de satisfacer unas pulsiones sexuales, en otros en obtener un beneficio económico o, tal vez, la satisfacción de una venganza por un agravio recibido. Lo cierto es que pasan a la acción a pesar del daño que pueden originar y siendo plenamente conscientes del mismo. Quizá el caso de Moraña sea uno de ellos, y aunque todavía es pronto para hacer un diagnóstico psiquiátrico, todo va en la línea de un trastorno grave de la personalidad y “algo mas”, ahí, en el algo mas, estará el quid de la cuestión.
Son pocos los casos afortunadamente intratables, probablemente una minoría, pero ante ellos y ante la imposibilidad de actuar a través de medidas terapéuticas, lo único que nos queda, hasta que la ciencia sea capaz de avanzar mas en este sentido, es protegernos de sus acciones y apartarlos (a veces de forma permanente) de una sociedad indefensa ante sus crueles “hazañas”, sobre todo si tenemos en cuenta que el estado democrático y derecho debe velar por los derechos humanos de “todos” los ciudadanos y no sólo de los agresores y delincuentes.