Pensar. Sufrir. Llorar

Me he dado cuenta de que no soy, no puedo ser un crítico literario al uso. Algunas veces he pensado que lo era, algunas veces he llegado a decir que lo era; pero no, no lo soy. Respeto demasiado la profesión del crítico literario para querer suplantarla. A veces he jugado a hacerlo, he jugado a decir que sabía esto y aquello otro y que lo que yo decía no se atrevía a decirlo nadie. Pero ¿cómo puede un hombre estar tan equivocado?

En todo este tiempo me he creado unas expectativas demasiado altas, he jugado a creerme que la literatura estaba por encima de la vida, he desdeñado planes y propuestas y viajes y placeres por unas cuantas horas más de lectura silenciosa, de escritura disciplinada. Desde ésta y otras tribunas he comentado la actualidad literaria con descaro, con procacidad, sin pudor, a veces con demasiada intensidad, a veces con demasiada ligereza. He hablado de los premios, de las corruptelas, de las injusticas, de los escritores que leo y de los que no leo, de los escritores que admiro y de los que me dejan indiferente, de qué es y para qué sirve la literatura, si es que tal cosa puede saberla alguien.

Ricardo Piglia se pregunta: “¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).”

Ahora, tras leer mòh, el primer libro de poemas de Minke Wang, publicado por Amargord Ediciones, yo me pregunto: ¿cómo se convierte uno en poeta? Pero no en un poeta cualquiera, no. Porque Minke Wang es un poeta destructor, un poeta de la tiranía hermenéutica, un poeta del sonido y de la velocidad, de la ruptura y de la transgresión, un poeta del non sense, un poeta que aúlla en lo alto de una pradera, un poeta que se rasga las muñecas con sus versos, un poeta que separa a conciencia el significado del significante, un poeta sin igual en la reciente literatura en castellano, un poeta chino que masajea, transforma y tergiversa la lógica de nuestro idioma mejor que el más avezado de los poetas españoles contemporáneos. Y eso que yo no estoy al tanto de toda la poesía que se reproduce, y la palabra no es aleatoria, en este tiempo y en esta época. Minke Wang, léanlo si no me creen, no reproduce poesía, la crea de la más absoluta nada, le entrega su vida, su corazón y sus vísceras y la lanza al mundo de una patada. “Ahí la tenéis, malditos, a ver qué podéis hacer con ella”. Y la respuesta que le damos es unívoca. ¿Nosotros? ¿Qué podemos hacer nosotros con ella? Nada. Pensar. Sufrir. Llorar.

Desde que asistí a la presentación del libro, hace ya unos meses, he estado leyendo, interrogando al texto, discutiendo en voz alta, insultando a las páginas que me hacían desentenderlo todo una vez más. Entonces, un buen día, amanecí completamente desquiciado. Mi chica me dijo que qué me estaba pasando, que llevaba varios días como enajenado, apático, indiferente. ¿Es por el libro que estás leyendo, el del chino?, me preguntó. Sí, es por él, le dije. Esta noche has hablado en sueños, me dijo, no es la primera vez que lo haces, pero esta noche lo has vuelto a hacer y has dicho cosas rarísimas, frases incompletas, inconexas. ¿Recuerdas alguna?, le pregunté con las pupilas dilatadas. Y ella respondió que sí, que había dicho algo de un pájaro sucio, de una mantis, de una polilla emperatriz. Lo reconocí al instante. Eran los versos del primer poema del libro, el mismo que Minke Wang leyó el día de la presentación. Los versos que yo recité en sueños eran estos:

 

Ojos que incubáis Violenta virgen. Mapa sobre tierra.

Lápida. Pinta un nombre con tu meñique ¿qué? ¿No es

llama de amor nonata? Pájaro sucio o Niño Polla no para

o no pregunta:

 

¿De qué vale juntar zapatos en este descampado, si a pie

de hojalata no hay más que madres o jazmines? Parálisis

facial de mantis Sí: Aquél que yo más quiero

decidle golpeadle decidle

 

Rojo bosque que incubáis la polilla emperatriz. Clama

por flores de PVC o que llueva sangre de adolescente.

Tu erizo de mar no bebe ya?

 

¿Y bien? ¿Qué habéis entendido de todo este asunto? ¿Sabríais decirme de qué está hablando Minke Wang, qué quiere mover, remover, expresar, reivindicar? ¿Podríais decirme qué clase de poeta es Minke Wang y por qué lo es? Yo no, yo no puedo decir nada más. Por eso no puedo ser un crítico al uso. Un crítico al uso no deja que la ficción entre en sus sueños y trastoque su existencia. Un crítico al uso tendría una explicación para todo. En cambio, yo, la verdad es que no tengo nada más que decir. He soñado con un poema que no entiendo y he leído un libro plagado de neologismos que me increpaban y me devoraban y a ratos me sobrecogían y a ratos me hacían cantar. Si la poesía no es eso, locura, provocación, desgarramiento y exaltación, será mejor que dejemos de preocuparnos por ella.

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La necesidad

Esto no es una crítica de cine, en bastantes jardines me estoy metiendo por culpa de un libro recién publicado como para adentrarme ahora con los ojos tapados en una jungla. Esto no es un comentario sobre el argumento, el ideario, la fotografía o la música de la última película de Paolo Sorrentino, La juventud. Esto no es un análisis de su filmografía ni una discusión sobre su estilo narrativo. Esto sólo es una reflexión al hilo de ciertas imágenes, sentimientos y emociones que provoca o puede provocar el visionado de esta película unido al de su anterior film, La gran belleza.

Una reflexión, o más bien unas cuantas ideas dispersas y mal avenidas sobre la decrepitud y la belleza, sobre la soledad y el sentido del humor, sobre la amistad y sobre la muerte. Esos son los conceptos recurrentes que yo he encontrado en ambas películas (pero puede haber muchos más) y sobre ellos he compuesto una serie de aprensiones o agudezas de incierta puntería. Epigramas alegres o sentencias de sobremesa, lo que sigue es una incitación al error, al trascendentalismo y a la epifanía.

Que la decrepitud no es un síntoma de la decadencia del ser humano sino una extraña forma de pureza. Que la belleza puede ser una representacion deformada de la relación entre el yo y el mundo. Que la soledad es una consecuencia directa de las exigencias extremas que se imponen a sí mismos los seres demasiado ambiciosos. Que el sentido del humor es una forma elevada de inteligencia sin el cual es difícil concebir cualquier intento de enfrentar las profundidades del ser. Que la amistad es más hermosa con el paso del tiempo porque sobre ella recae la inmortalización de los mejores recuerdos. Que la muerte potencia el redescubrimiento del amor aunque quizá ya sea tarde para ello y quizá ya no importe.

Dice Antonio Díaz (él sí crítico de cine en Tiempo) de Sorrentino que “su huella en este mundo es señalar al público precisamente la necesidad de dejar huella en este mundo.” Esa insaciable necesidad de trascendencia es la que nos lleva a todos los que queremos hacer ficciones al borde del abismo, a caminar a tientas por la realidad y a dar explicaciones constantes sobre lo que nos desborda y nos impele: la necesidad de hacer ficciones para comprender algo tan incomprensible como el sentido de la vida, algo tan difícil de comprender como nosotros mismos.

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Se acabó la fiesta

“¿Qué pintas tú ahora en el mundo literario?”, le pregunta Luis Mancha a José Ángel Mañas, los dos sentados en un taburete al lado de la barra dentro del local que hace 20 años fue el bar Kronen. “Nada”, dice Mañas, “no pinto nada”. Lo que fuera el Kronen ahora es un Sushi Olé, a la proyección del documental Generación Kronen, aquellos olvidados años 90, cuando ser escritor era otra cosa en la cineteca del Matadero de Madrid asistimos menos de 40 personas y en dicho film Juan Manuel de Prada pregunta a la cámara si Mañas todavía escribe y si vive de ello. “Vivo para mis cuatro lectores”, dice Mañas hacia el final de la cinta que ha dirigido Luis Mancha con buenas intenciones pero resultado irregular.

En 1994 la novela de Mañas Historias del Kronen resultó finalista del Premio Nadal, lo que desencadenó una euforia general, mediática y editorial, con respecto a los jóvenes escritores. Eran muchos y eran diferentes. Mañas, Ray Loriga, Lucía Etxebarría, Juan Manuel de Prada, Luis Magrinyà, Benjamín Prado. Algunos habían publicado antes de ese año, otros lo hicieron gracias a la reverberación del fenómeno Kronen. Yo leí a los que pude, pero no a todos los que son. Casi todos ellos tuvieron éxito, fueron entrevistados y sus libros obtuvieron unas cifras de venta que ahora son impensables. Unos años más tarde, el boom se agotó. Muchos siguen escribiendo, son respetados y leídos. Pero algunos lo dejaron a destiempo, de la misma manera que llegaron allí: sin saber por qué.

La revista Tiempo dedicó su portada a la Generación Kronen en otoño del año 1997. El País les acogió y Babelia les dio fuste. Los suplementos culturales llenaban sus páginas con artículos a favor y en contra de sus libros, de sus poses, de su estética. Los jóvenes escritores, nacidos casi todos ellos en la década de 1960, participaban en la vida cultural española, daban conferencias, viajaban al extranjero para presentar sus libros. Eran famosos y eran importantes. O al menos así se sentían algunos de ellos. Sin entrar a valorar si eran más cosas las que les unían que las que les separaban, puesto que no todos escribían igual ni tenían los mismos referentes, no cabe duda de que conformaron una nueva generación, fuera o no fuera Mañas el impulsor de su hermandad. Una generación de escritores que sucumbieron a los placeres del éxito inmediato pero que no supieron prepararse para la resaca que se les venía encima. “Nada”, dice Mañas, “no pinto nada”.

Después de ver el documental, le entran a uno ganas de dejar de escribir. Todo esto ¿para qué? La escritura, los premios, la fama, el dinero, las drogas, ¿para qué? ¿De qué nos han servido? Pedro Maestre confesando que tiene once novelas inéditas y que si no logra publicar alguna tendrá que buscarse un trabajo para vivir; Pablo González Cuesta relatando los incumplimientos de sus contratos de publicación que le llevaron a desistir y largarse a Chile; Paula Izquierdo añorando los tiempos en que los escritores podían vivir de los anticipos; Marta Sanz lamentando que los escritores siempre serán unos muertos de hambre; Javier Azpeitia saludando el fin de la relevancia de los escritores y de sus novelas como algo coherente con los tiempos que nos ha tocado vivir. “Y está bien que sea así”, remarca con ironía.

Si nos atenemos a las declaraciones de varios de los entrevistados, muchos de ellos no tenían la sensación de pertenecer a un grupo o tendencia, y además preferían no hacerlo. Algunos se niegan unos a otros, se quitan valor, se desmarcan, se ridiculizan. Lo más desolador del documental es comprobar que los jóvenes siempre están perdidos cuando entran en el mundo de los adultos, un mundo donde las reglas las ponen otros cuyos intereses nunca están del todo claros, y cuando lo están resulta difícil de creer. Lo más asfixiante es que la literatura también tiene fecha de caducidad, de consumo preferente, y que no somos más que artefactos imperfectos en manos de niños caprichosos. Juguetes rotos, como alguien dice sobre el propio Mañas. La salvación es comprobar lo bien que se lo toma todo el protagonista, José Ángel Mañas, cómo habla, cómo se mueve tranquilo y nostálgico por los recuerdos de una época que pudo ser suya y que ya no lo es. “Porque se acabó la fiesta”, como afirma Juana Salabert. La conclusión, trágica y esperanzadora, es que somos estrellas fugaces y que la muerte mediática no es el final de este valle de lágrimas que es el vivir. Ahí están los libros, sus libros, para quienes quieran comprobar por qué ahora deberíamos saber quiénes son los escritores que ya no pintan nada en el mundo literario.

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Leer a Piglia

He leído todo lo que he podido de Ricardo Piglia. Digo lo que he podido a propósito, porque leer a Piglia no tiene fin y además es imposible saber quién es realmente Ricardo Piglia. Leerlo, a Piglia, a Renzi, es necesario para darse cuenta de la insaciable necesidad de transcendencia que encierran los hechos más prosaicos de una vida comparados con los sucesos más o menos irreales que acontecen en la mente del lector. Eso, la insaciable necesidad de transcendencia, es una expresión que condensa y expande la insignificancia que amenaza nuestras vidas. No somos tanto la suma de nuestros actos como la suma de los actos ajenos. Eso escribió Julio Cortázar, quién no andaba escaso de transcendencia y banalidad, que nos hacemos en las lecturas de los otros.

En realidad, no importa si fue Cortázar u otro quien escribió la sentencia anterior. Puede que la haya escrito el propio Piglia, tan dado a reescribir la historia de la literatura mediante citas reales y apócrifas, citas falsas o completadas para un mejor funcionamiento de la transcendencia, de la comprensión del fenómeno literario. En Respiración artificial Piglia dejó escrito, en boca de Tardewski: Yo soy un hombre enteramente hecho de citas. Frase ésta de la que se ha apropiado Vila-Matas en más de una ocasión.

Reviso ese libro para acercarme de nuevo a Piglia. Lo he olvidado casi todo de él, como de casi todos los libros. La memoria me falla cada vez más, ignoro por qué. Las pastillas para dormir, las alegrías desmesuradas y las resacas, el miedo que se ha instalado en mi cabeza como una forma de alarma. Qué más da. De cada lectura acometida siempre queda algo, un fogonazo, una idea, el recuerdo de una escena, la admiración o el rechazo hacia un personaje. También queda otra cosa, una advertencia: la imposibilidad de aprenderlo todo. La imposibilidad, acuciante, de ser siempre el mismo y otro.

Coinciden en las librerías dos nuevas obras de Piglia. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, en Anagrama, y La forma inicial. Conversaciones en Princeton, en Sexto Piso. Libros para leer a tirones, para abrirlos por cualquier página y encerrarse en ellos el tiempo que cada uno aguante. Así es como no me queda más remedio que leer a Piglia hoy, con intensidad y descaro, con devoción pero con desconfianza, llevando a cabo un zapeo premeditado, desnudándome y ocultándome detrás de cada párrafo, sintiéndome al mismo tiempo un farsante y un luchador, queriendo leer más y leer mejor, queriendo escribir más y, si fuera posible, escribir mejor. Pero no:

Los escritores verdaderamente grandes son aquellos que enfrentan siempre la imposibilidad casi absoluta de escribir.

Es posible que a lo largo de mi vida literaria haya inventado citas sin ser consciente de ello, o siendo plenamente consciente de ello, como parece que quiere decirnos Piglia, que no queda más remedio que inventar, que superponer, como si cogiéramos una hoja de calco para leer unos textos que deben ser reproducidos siempre iguales, pero también diferentes. Leer a Piglia, leer a cualquier escritor, vivo o muerto, es una manera como cualquier otra de imitarlo. Pero no se trata de repetir sino de subvertir, de pervertir el lenguaje y la historia que nos explica para contar con ella nuestra historia, nuestra verdad en la verdad de los otros.

Buscar la originalidad en la reinvención y en la subversión, algo así nos dice Piglia, o pienso yo que nos dice Piglia, porque Piglia logra que cada uno de sus lectores aprenda de él una lección distinta, reconfortante y suprema, una lección que estaba escondida en lo más recóndito de su experiencia, esperando el momento para salir de su escondite y explotar. Leer a Piglia, en definitiva, es un atentado contra las formas tradicionales de leer, y por eso cada uno puede leerlo como le dé la gana, lo que bien mirado es la mejor forma de leer.

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El asesino dentro

Hay una pregunta, un rumor, que se está propagando por las salas de espera de los dentistas y por los gabinetes de prensa y por las casas de bien, entre otros muchos lugares. ¿Está el capitalismo herido de muerte? Y de esta pregunta se derivan otras igual de importantes y asombrosas. ¿Podemos escapar de él? ¿Nos han mentido quienes nos decían que era el fin último de la civilización porque era el sistema más perfecto diseñado por el hombre? ¿Podemos acabar con él gracias a la reflexión y a la acción directa? Y en ese caso, ¿quién puede mostrarnos el camino para hacerlo?

César Rendueles se ha propuesto en su libro Capitalimo canalla (Seix Barral) que sea la literatura la que desmonte uno de los sistemas económicos y de organización social más crueles de la historia, a pesar de las apariencias. Que sean los libros quienes nos expliquen la implantación progresiva de sus peculiaridades,  y que sean también ellos quienes desmonten sus presupuestos.

Así, Rendueles demuestra que la literatura es uno de los mejores lugares desde los que explicar el mundo, un espacio para lograr que los libros nos hablen de la realidad, nos la expliquen o nos la anticipen, nos adviertan o nos muestren posibles alternativas. Rendueles consigue, gracias a su historia personal del capitalismo a través de la literatura, que los libros de autores de todos los tiempos se pongan de acuerdo para dialogar en términos de igualdad y progreso. W o  el recuerdo de la infancia, Qué difícil es ser Dios, Robinson Crusoe, Rosa blanca, Frankenstein o el moderno Prometeo, El corazón de las tinieblas, En el camino. Muchas de estas obras nos ofrecen una realidad oculta y simbólica sobre las luchas de poder, sobre las condiciones del proletariado, sobre la interpretación de las élites, sobre la castración de las aspiraciones de los pueblos o sobre el enaltecimiento de las mismas. Sobre el esclavismo, la  alienación y el imperialismo. Sobre autoritarismo, globalización y neoliberalismo.

En definitiva, una historia sobre nosotros mismos.

El neoliberalismo posmoderno es un lugar frío y oscuro donde ser bueno y cuidar de los demás te convierte en un fracasado. La lógica del precariado no es sólo la de la explotación y la alienación, como en el capitalismo clásico. Es la destrucción social a gran escala.

A la edad de trece o catorce año, Rendueles nos dice que “Necesitaba los libros porque me salvaban del abismo del tedio social, que entonces me producía un vértigo desesperado.” Leer para darnos cuenta de qué leemos. Leer para no fiarnos de las apariencias. Leer para volver a ser conscientes, o al menos no tan ingenuos. Leer para seguir adelante. Leer para seguir leyendo. Y por eso es tan necesario este libro. Porque enseña a leer.

En una frase que Gamoneda le dirigió al autor del libro mientras rodaban un documental podemos encontrar una metáfora cruel sobre el suicidio que ha supuesto entregar todos nuestros poderes a un sistema corrupto construido sobre la base de la negación del otro. Estaban en un bosque y alguien comentó que el lugar había mejorado mucho con la reforestación. Entonces Gamoneda contestó: “¿Para qué tantos árboles si para colgarse vale con uno?” Todos deberíamos acercarnos a ese árbol y cortarlo de raíz. Y luego sí, luego estaremos en condiciones de reforestar ese lugar con árboles de los que no colgarán sogas a la medida de cada uno de nosotros.

Para expresar esa idea de crecimiento gracias a una lectura transversal de la literatura, vale acabar este comentario sobre el libro de Rendueles con una cita que no está en su libro, pero que pertenece a mi propia historia personal del capitalismo a través de la lectura. Es de Rafael Chirbes: “El capitalismo lleva su asesino dentro, yo llevo mi asesino dentro; lo de fuera, comparsa; los otros sólo son cómplices, nada más, el que de verdad te mata va contigo.”

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Leer

Según parece, nos lo dicen en Twitter las cuentas que se dedican a rescatar la vida que ya no tienen los muertos, hoy mismo Carmen Laforet, la autora de Nada, hubiera cumplido 94 años. No está muy claro por qué la literatura se mueve entre las pulsiones por el recuerdo, las alabanzas póstumas y la inmediatez de lo recién publicado.

Recuerdo haber leído esa obra, Nada, cuando apenas tenía 20 años. La lectura de dicho libro, recomendada encarecidamente por profesores y críticos, me produjo sensaciones encontradas, acaso como la lectura de cualquier libro que merezca realmente la pena. Sin embargo, he de reconocer que apenas recuerdo los personajes, los diálogos y la aventura de su protagonista. Creo recordar que la chica en cuestión se mudaba a Barcelona, a la casa de unos parientes, para iniciar sus estudios universitarios en la ciudad. Recuerdo que había personajes pintorescos y extraños, aislados y desorientados, como lo estaba la propia protagonista de la novela, una mujer en un mundo de hombres, como lo era también Carmen Laforet. Más allá de eso, mi memoria se espesa, se nubla, se pierde. La lectura de los demás libros que vinieron, las derivas de la pesada y las derivas de mi propia vida hicieron el resto, es decir, lograr el olvido. Leer, seguir leyendo y seguir viviendo, es una forma de perder memoria.

Tal vez por ello la mayor parte de la literatura se agita y se ensalza cuando llega la hora de las conmemoraciones, los premios, los aniversarios y los centenarios y demás efemérides que nos recuerdan, que deben recordarnos, lo que existió en el pasado, los libros que leímos o que no leímos y deberíamos leer, los autores que han pasado a mejor vida y que nos enfrentan con la fugacidad y la (in)trascendencia. Mientras tanto la maquinaria no cesa, y el engranaje libresco y publicitario nos bombardea con información sobre lo recién publicado, las novedades que no te puedes perder, los libros de hoy que están llamados a ser los futuros olvidados de mañana hasta que llegue el momento, si es que llega, de recordarlos.

Así pues, no parece descabellado afirmar que leer alarga la vida del lector, la expande y la exalta, pero también la constriñe, la vuelve volátil e insegura. Para Vila-Matas, por ejemplo, viajar es perder países. Para algunos de nosotros, para mí al menos, leer es perder memoria. Por eso, deduzco, hemos de seguir leyendo, para prolongar nuestra existencia y nuestros recuerdos, para evitar que se agoten, para lograr sustituir unos por otros, y de vez en cuando, para rescatar de ese silencioso olvido que seremos una evidencia de lo que fuimos.

Leer es una actividad que consume un tiempo valioso de nuestra vida. En cambio, sin la lectura nuestra memoria se reduciría a la nada, a esa nada extraña en la que flotan los libros que fueron parte de nosotros y que ahora son parte de todos. Leer, releer, es la mejor forma de convivir con lo que hemos sido. Leer es ganarle la batalla a la muerte. Leer, me doy cuenta ahora, también es equivocarse. Así que no me hagan caso y lean, porque leer no es perder memoria sino regenerarla. Leer es contradecirse, y por eso, entre otras razones, es tan necesario.

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Adiós, Chirbes

Nunca me han gustado los elogios que trae consigo la muerte, pero quizá esta vez sean necesarios. El escritor valenciano Rafael Chirbes ha muerto a los 66 años de edad, dejando tras de sí una obra mayúscula, incontrovertible. La buena letra, La larga marcha, Crematorio o En la orilla han cambiado la percepción que uno tenía de la literatura, y lo mismo les ha pasado a miles de lectores exigentes que no temen enfrentarse al poder y a la frustración de la derrota. Porque las novelas de Chirbes son dolorosas, a veces catastróficas, siempre realistas, signifique eso lo que signifique, pero nunca complacientes.

En estos casos lo más fácil es decir que siempre nos quedarán sus libros, que siempre estarán ahí para iluminarnos cuando todo esté oscuro, que siempre podremos volver a ellos en los momentos de zozobra, de indecisión, de hartazgo. Pero no es asi. La muerte nos priba del placer de seguir vivos, de la necesidad de seguir alerta, de la urgecia de seguir luchando. Sí, está bien, nos quedan sus novelas y su estela (y parece que un libro póstumo para finales de año). Pero nos falta su sombra, la sombra del hombre.

En tres ocasiones intenté entrevistar a Rafael Chirbes. No lo conseguí en ninguna de las tres. Conseguí, eso sí, charlar con él gracias al email. No me atrevía a llamarle, me perturbaba poder perturbar su aislamiento escogido, y las tres ocasiones le propuse participar en una entrevista vía correo electrónico. Como Chirbes marcaba su ritmo, cuando leía mis correos ya era tarde y el tiempo para participar en el reportaje había expirado. Pero aun así siempre respondió a mis cartas.

La última vez que “hablamos”, le habían concedido el Premio Nacional. Una vez más, rehusó cortésmente y a destiempo participar en la entrevista. Me explicó que estaba cansado de tantas idas y venidas, que estaba harto de oírse hablar de esto y de aquello, que necesitaba alejarse del escenario público porque, escribió, “a fuerza de hablar, no sé quién soy”. Se despidió diciendo que no quería volver a hablar hasta que saliera, si es que salía, un nuevo libro suyo. Los premios y las laudatoiras pueden precipitar en uno la sensación de final. Y Chirbes, al parecer, la estaba sintiendo.

Aproveché para darle la enhorabuena por el Premio Nacional, pero sobre todo le di las gracias por escribir, por seguir escribiendo, puesto que sus libros, sus argumentos, su estilo narrativo y su postura frente al mundo y su amor por la literatura eran una inspiración y un ejemplo para aquellos que estamos convencidos de que la literatura es todo eso y quizá también sea ya el único lugar del mundo donde aún existe libertad, juicio, voluntad de comprender la realidad, ética y estética y cualquier cosa de lo que uno sea capaz. Le aseguré, le supliqué, que debía seguir escribiendo, que se lo debía a sí mismo y nos lo debía a nosotros.  Me despedí de él sin saber si me había excedido en mis palabras, en mis exigencias, si me estaba dejando llevar por la emoción de cartearme con un maestro vivo de la literatura en castellano.

Su respuesta fue sobrecogedora. Aunque no me quede claro si a él le hubiera gustado que yo la haga pública ahora, creo que sí, que es mejor dejarlo escrito aquí, porque quizá sí le hubiera gustado que todos sepan, que todos sepamos, que no era tan hosco ni tan duro ni tan inconmovible como aparentaba ser.

Querido Daniel
Muchísimas gracias por sus palabras. Joder, consigue usted emocionarme. Ojalá pueda volver a escribir, uno nunca lo sabe, aunque tener un lector como usted me empuja. Gracias una vez más y un abrazo.

Haber emocionado a Rafael Chirbes es el mayor logro literario al que uno puede aspirar, o al menos es el mayor logro que yo he conseguido en mi vida gracias a la literatura. Ojalá Chirbes pudiera volver a escribir, pero me temo que sí, que es cierto que ya solo nos quedan sus libros. Y el dolor.

 

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Dos buenos amigos

Cada vez tengo menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos 200 años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. Dicen los clasicistas que en la treitena de tragedias griegas que han quedado de Sófocles, Eurípides y Esquilo está contenido el mundo. Algunos se atreven a decir que bastan La Ilíada y La odisea de Homero o unos cuantos Diálogos de Platón para entender al ser humano, sus luchas y sus eternas dudas. Por supuesto, no hay que olvidar que posteriormente escribieron libros inmortales tipos como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, Proust, Kafka, Joyce y puede que alguno más. Y ¿todo esto para qué, si la novela más leída del año será Grey, la nueva obra de la autora de la cincuentena de sombras?

Ser escritor es un destino pobre para cualquiera. Entre la solemnidad y el ridículo, uno se pasa la vida interpretando papeles que no acaba de entender. Son muchos, casi innumerables y no siempre excluyentes. Uno de ellos, por ejemplo, es el papel del impostor, el del escritor que provoca en el lector la sensación de estar engañándolo, y por lo tanto también se engaña a sí mismo. Javier Cercas lleva muchos años jugando este papel, y en su último libro, titulado no por casualidad El impostor, lleva al paroxismo este juego de veleidades.

Por mi parte, desde que empecé a leer la obra de Cercas me convertí en un ferviente admirador suyo. Luego, consecuencia ineludible, fui un vulgar imitador de su estilo. Más tarde me convertí en un experto en sus constantes narrativas y después, otra consecuencia ineludible, empecé a aburrirme de ellas. En algún momento del pasado sentí lástima por mí y por él y por los libros que él había escrito y por los libros que tenía pensado escribir yo y que probablemente no escribiría nunca. Entonces, de manera igualmente ineludible, llegó la indiferencia, lo cual siempre provoca una paradójica tristeza. Como cuando dos buenos amigos dejan de hablarse sin que ninguno de los dos acierte a saber por qué.

La evolución de nuestra amistad ha ido pareja a la lectura de sus obras. El primer libro de Cercas, El móvil, me pareció un ejercicio sencillo pero valioso. El inquilino me hizo pensar en las mejores posibilidades de la autoficción. El vientre de la ballena me dejó confuso. Soldados de Salamina me hizo creer definitivamente en la autoficción y en la capacidad para convertir la historia en algo ejemplar y sin embargo inane. Los Relatos reales le dieron la vuelta a esta idea convirtiendo la realidad más prosaica en artefactos inteligentes de ficción. La velocidad de la luz logró conmoverme al tiempo que instauró una barrera incómoda entre nosotros. La lectura de las diferentes recopilaciones de sus artículos y reportajes me granjeó nuevamente su amistad y cercanía y tuvimos lo que se llama una segunda oportunidad.

Sin embargo, su acercamiento al golpe de estado de Tejero en Anatomía de un instante me volvió a hacer dudar de sus condiciones y estrategias narrativas. Tras abandonar a medias la lectura de Las leyes de la frontera decidí que nuestra relación se había acabado y que Cercas me había dado todo lo que podía ofrecerme cuando yo era un escritor joven, inexperto y desamparado que necesitaba un padre, un valedor y también, en definitiva, un amigo. Había llegado el momento de separarnos. Yo ya no era un escritor tan joven ni tan inexperto, aunque sí igual de desamparado, y lo único que quedaba entre nosotros era la pena y el rechazo que genera la incomprensión.

En su última obra, El impostor, que no sabemos si llamar novela o no, Cercas ha buceado en la vida y la obra de un genial impostor, Enric Marco, un hombre que hizo de su vida una leyenda sin que hubiera en ella nada verdaderamente heroico. Un falsario, un tramposo de la peor estofa, un embaucador que logró engañar a todos, pero sobre todo a sí mismo. Me pregunto si Cercas sabe que conmigo se ha portado del mismo modo.

Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta. Pero ¿qué libro no lo es? ¿Acaso toda la literatura no es otra cosa que la forma más elegante de perder el tiempo? El impostor es un libro necesario, un libro que tenía que ser escrito y que tenía que ser escrito, además, por Javier Cercas. Pero también, me atrevería a decir, debería haber sido un libro mejor, un libro menos superfluo y más valiente. Un libro que hablara de impostores, sí, pero sin imposturas de ningún tipo.

Pero en fin, qué puedo decir, yo solo soy un antiguo amigo que le echa de menos y quizá, sin darme cuenta, me haya dejado llevar por el resentimiento de la pérdida, por la añoranza de lo que fuimos y que ya nunca seremos. Dos buenos amigos. Sólo eso.

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Editar y resistir. VI. MARBOT EDICIONES

No sé gran cosa sobre la editorial Marbot. No sé gran cosa sobre el personaje que da nombre a la editorial, quizá por qué no existió en realidad o porque no hay nada que saber sobre nada ni sobre nadie. Marbot editores publica a autores rusos, entre otros, que nadie conoce pero que todos deberíamos conocer. El último, el caso más célebre, es la primera novela de Edouard Limónov, Soy yo, Édichka. Hace tiempo que quería contar la peripecia vital de esta editorial, pero antes quería saber algo más sobre ella, sobre sus libros y sobre su editor, Ramón Vilà, que no se prodiga en entrevistas ni en apariciones, quizá porque prefiere esconderse tras un catálogo extraño y extraodinario que habla por sí solo.

Sus respuestas a este cuestonario repetido demuestran que no todos los editores independientes están hechos de la misma pasta. Hay subversión y hay confianza, pero también hay miedos, inseguridades y (des)esperanzas.

1. ¿Para qué sirve la literatura?

La literatura no sirve para nada. O más exactamente, la literatura pretende no servir para nada. Un empeño imposible, por supuesto, pero que la distingue de la mayoría de otras cosas que se pueden hacer con palabras.

2. ¿Por qué seguir editando libros y qué significa ser un editor independiente?

La Lectora Provisoria se maravillaba en su blog (no hace falta supongo que vaya yo a elogiarlo) por algo que bautizaba como «compulsión editorial», y que definía como «el deseo irrefrenable de publicar libros ajenos a pérdida». En el caso del editor independiente (o sea, pequeño), no creo que quepa más justificación que esa.

3. ¿Cuándo se acabará el mundo… en papel?

Leía el otro día a un fan del progreso que se lamentaba de un obstáculo al parecer inesperado que se interponía en el avance de los coches inteligentes, es decir, los que se conducen solos. Es el siguiente:  la propia tecnología que los hace posibles tiende a dejar a mucha gente en la calle… ¡que luego se ofrece a hacer de chófer por cuatro duros! Así no se puede progresar, como bien se quejaba el autor del artículo —aunque en su caso lo hacía por las razones equivocadas—. Un obstáculo parecido surge también en el caso del libro digital, pues la propia tecnología que lo hace posible permite también distribuir como nunca antes los libros existentes en papel (ya sea como libros de primera mano, segunda mano —y de esos cada vez hay más, en buena medida también por la presión del libro digital— o incluso en la red de bibliotecas), ajustar los costes y los volúmenes de producción, etc. El libro digital terminará por imponerse, de eso no cabe duda, y además tal vez sea una buena noticia. Pero para entonces seguramente ya no sea «noticia».

Moscú-Petushkí

4. ¿Qué libro o autor representa mejor su catálogo y sus ambiciones?

Tal vez Moscú-Petushkí, de Venedict Eroféiev.

5. ¿Confía en descubrir al mejor autor contemporáneo o prefiere rescatar del olvido una gran novela del siglo pasado?

Mis ambiciones son mucho más modestas, y aun así no confío demasiado en ellas.

 

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Una fiesta literaria

D asiste a una fiesta literaria la noche anterior a la inauguración de la 74º edición de la Feria del Libro de Madrid. Por supuesto, no es la primera fiesta literaria a la que asiste, pero todas las veces que D asiste a una fiesta literaria es como si fuera la primera vez. ¿Por qué le ocurre esto a D? ¿Por qué todas las veces que D acude a una fiesta literaria descubre que allí hay cualquier cosa menos literatura y motivos para una fiesta?

En la fiesta literaria a la que asistió D junto a uno de los firmantes del ya famoso Manifiesto Plagiarista había varios elementos que deben reunir las fiestas. Había música y había alcohol y había chicas guapas y hombres modernos, y viceversa. En la fiesta literaria también había editores, escritores y periodistas literarios, signifique eso lo que signifique. En la fiesta literaria, es de suponer, había drogas, aunque D no las llevaba ni las consumió, pero diríase que las había o las hubiera o las debería haber habido porque en todas las fiestas las hay, y porque la literatura es de por sí una droga, y de las mejores. Pero ¿qué había de literatura en la fiesta? ¿Eh?

Para empezar, la literatura también es una fiesta. Bien, sí. Pero ¿por qué? No es fácil, o es imposible, entender que la literatura es tan importante como la vida, quizá más. No es fácil, o es imposible, aceptar que los escritores no estamos en el mundo solo para beber y drogarnos como si una fiesta literaria fuera una fiesta cualquiera. No es fácil, o es imposible, asumir que los editores también son personas normales y corrientes por cuyas venas no solo entra literatura sino también alcohol e intranscendencias. Pero D, una vez más, había asistido a la fiesta literaria con ganas de esparcir sus renovados descubrimientos literarios, que en esta ocasión habían tomado forma en el libro Doce cuentos del sur de Asia, un libro raro o imaginario publicado cabalmente por la editorial Imaginaire.

D, tal vez, no es tan listo como se piensa, si es que alguien es tan listo como se piensa. De hecho, D tal vez ni siquiera es listo, pero sí pertinaz y consecuente. Porque D se presentó en la fiesta literaria con dicho ejemplar bajo el brazo, Doce cuentos del sur de Asia, porque pensó que sí, que tal vez sí, que una fiesta literaria era un buen momento para hablar de literatura. Al cabo de unas cuantas cervezas, unas cuantas personas se interesaron por el libro que D llevaba bajo el brazo como si fuera un talismán o un arma arrojadiza. Tras las salutaciones y las formalidades, D, ansioso y desesperado, empezó a pensar  que nada valía una mierda y que no había nada más patético que presentarse a una fiesta donde no hay nada realmente literario con un libro de literatura imaginaria.

Cuando la gente de bien se hubo marchado D preguntó a la etílica concurrencia para qué servía la literatura. ¿Cómo? ¿La literatura? ¿Para qué podía servir? No parecía el mejor  momento para preguntarlo, pero aun así lo hizo. Estamos en una fiesta, le dijeron. No es el mejor momento para hablar de literatura, le dijeron. No bebas más, chaval, le dijeron. A falta de una respuesta satisfactoria se volvió a su compañero de desbarres, a la sazón fundador del Movimiento Plagiarista, esa extraña cosa, y le espetó: ¿y ahora qué, eh? ¿Y ahora qué?

Ahora morir, dormir, tal vez soñar, dijo él. Pero él había leído demasiado y en las fiestas literarias nadie quiere hablar de libros porque al fin y al cabo se trata de una fiesta y no de literatura, esa cosa extraña de la que tanto habla D y que tanto necesitamos todos a pesar de que no parezca importante y no valga para nada, ni siquiera, tristemente, para muchos de sus participantes.

 

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