El pasado viernes 4 de marzo el Congreso de los Diputados, por primera vez en la actual democracia española, no otorgaba su confianza en segunda votación al candidato encargado por el rey para buscar el apoyo de la cámara. Ahora los constitucionalistas debaten acerca de si el monarca debe a partir del lunes 7 de marzo abrir o no una nueva ronda de consultas y proponer un nuevo candidato o si, en su lugar, debe esperar a que las fuerzas políticas alcancen un acuerdo para elegir un candidato y que este sea designado por el monarca.
Sin embargo, lo que pretendo aquí no es entrar en un farragoso debate sobre las funciones regias constitucionales sino que propongo hacer un pequeño recorrido histórico por otro aspecto de la labor real ¿Cómo han afrontado los reyes españoles constitucionales la designación de sus primeros ministros? Así que Hagamos Memoria acerca de cómo los antecesores de Felipe VI han entendido su oficio de rey y observemos como, probablemente, las situaciones y problemas que encontramos en la situación actual tienen un claro paralelismo con lo que ha ocurrido a lo largo de nuestros dos últimos siglos de historia.
Evidentemente debemos comenzar en el momento en el que encontramos monarcas constitucionales lo que nos lleva a descartar a todos los reyes anteriores a la figura de Isabel II. Ello dejaría de lado a su padre Fernando VII por motivos obvios ya que, cuando pudo gobernar constitucionalmente, siempre rechazó esa posibilidad derogando la Constitución de Cádiz en 1814 y, cuando lo hizo durante el Trienio Liberal (1820-1823), lo hizo forzado legal (fue obligado a jurar la constitución en su famoso “vamos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional”) y políticamente (el sintió preso y sus ejecutivos le vinieron impuestos por los revolucionarios liberales).
Así pues, consideremos a su hija Isabel II como nuestra primera monarca plenamente constitucional. De ella pocas enseñanzas podemos extraer; de carácter inestable, con poca experiencia política, lo cierto es que nunca estuvo capacitada para el cargo que desempeñó. Aunque su carácter campechano y, en ocasiones, bajuno (objeto de alabanzas y críticas por igual en la época) quizás le hubiesen podido servir para limar asperezas políticas en su momento, jamás supo entender su papel constitucional de árbitro. En su lugar, siempre se dejó llevar por simpatías personales, por afinidades políticas y religiosas, además de estar rodeada de una camarilla de palacio que siempre sugestionó sus decisiones.
Así, por sistema Isabel II nombró presidentes del partido liberal moderado ya que era a estos a los que se sentía más próxima ideológicamente por educación (en buena medida heredada de su madre Mª Cristina de Nápoles) como por convicción siendo su favorito el autoritario general Ramón María Narváez (hasta 7 veces le encargó formar gobierno). Cuando hubo de nombrar primeros ministros progresistas lo hizo forzada por las circunstancias como fue el caso de la revolución de 1854 (la Vicalvarada) y siempre que pudo se deshizo de ellos para volver al moderantismo. En lo que si fue muy original Isabel II fue en los ceses de sus primeros ministros tanto en los motivos (como quitarse de en medio al presidente que le impidiese tener un romance extramarital a los que era tan aficionada) como en el modo de hacerlo (no abrir los bailes como era costumbre con el presidente sino escogiendo a otro para que así el presidente, desairado, entendiese que había perdido el favor real y dimitir). Si a todo lo anterior le sumamos que la democracia no era real ya que las elecciones eran una farsa (con frecuentes manipulaciones) y en las que el número de españoles que podía votar era mínimo debido al estricto sufragio censitario (apenas unos 97.000 electores, por supuesto todos varones) podemos comprender el porqué nuestra primera experiencia monárquica constitucional acabase en un rotundo fracaso.
La revolución de 1868 que derribó Isabel II obligándola a marchar al exilio vino a acabar con este orden de cosas y de ello tomaron muy buena nota los Borbones siguientes, esto es, que la mejor forma de mantenerse en el trono es no identificarse con un determinado presidente o partido y ejercer más bien un papel de árbitro.
Curiosamente no será un Borbón sino un Saboya el primer rey que entendió claramente lo que se esperaba de un monarca constitucional. Fue Amadeo I, el rey italiano elegido por las Cortes revolucionarias, el primero que se comportó como un gobernante plenamente liberal. Se había educado en la corte de su padre Víctor Manuel II, el rey de la unificación italiana, del cuál aprendió que era posible influir sin mojarse tanto en política. Amadeo demostró mayor capacidad política de lo que afirmaron en su época sus enemigos mostrando siempre un decidido deseo de acertar y hacer las cosas bien actuando con gran sentido común. A diferencia de Isabel II actuó siempre con impecable respeto constitucional y neutralidad al tratar a los partidos políticos parlamentarios y, además, en su reinado por vez primera el voto fue por sufragio universal y las elecciones, en general, fueron bastante limpias.
Sin embargo, su reinado acabó en un sonoro fracaso al cabo de dos años. Los motivos fueron dos; de un lado se encontró a los liberales que habían hecho la revolución en 1868 profundamente divididos tras el asesinato del líder único que los habría podido mantener cohesionados, el general Juan Prim. Así, Amadeo perdió al hombre fuerte en el que se hubiese podido apoyarse y consolidar una monarquía que los españoles siempre percibieron con más indiferencia y frialdad que rechazo aunque siempre con cortesía pese a que muchos le pusieran el mote del rey spaghetti. El otro problema fue la cultura política existente entre los partidos del momento; así, cuando el rey Amadeo nombraba al primer ministro este, inmediatamente, le obligaba a tomar una decisión puramente política como era la de firmar el decreto de disolución de las Cortes para lograr una mayoría más cómoda con lo que los partidos de la oposición interpretaban que el monarca tomaba partido por el presidente de forma descarada. Esta hostilidad hacia su figura, la inestabilidad de los gobiernos que duraban apenas unos meses, la frialdad del pueblo hacia su monarca, los múltiples problemas internos con carlistas y republicanos incidieron mella en un pobre Amadeo que carecía de fuerzas y ánimos suficientes y que, tras apenas dos años y dos meses, decidió abdicar. Parecía evidente que no bastaba con ser impecablemente constitucional sino que para que una monarquía funcionase hacían falta otros ingredientes.
La restauración de los Borbones con Alfonso XII trajo más estabilidad a la monarquía. El joven monarca entendió mucho mejor que su madre su papel constitucional y, a la hora de designar a sus presidentes se comportó de forma exquisitamente constitucional mostrando un absoluto desapego a la hora de intervenir en política dejando en su mano derecha, el político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, todo el andamiaje jurídico e institucional de su monarquía. Sin embargo, en realidad las designaciones de Alfonso XII siempre tuvieron un claro aroma a farsa; el sistema se basaba en un falso turno pacífico de partidos, el conservador dirigido por Cánovas y el liberal progresista comandado por Sagasta, de manera que Alfonso XII lo tuvo siempre muy fácil a la hora de nombrar presidente ya que al dimitir uno llegado el plazo convenido sólo tenía que designar al otro; el recién nombrado inmediatamente convocaba elecciones que manipulaba a su antojo mediante el procedimiento del encasillado y el caciquismo para así lograr una cómoda mayoría parlamentaria mientras la oposición obtenía una representación parlamentaria reducida y esperaba a que le llegase el momento de volver al poder.
Por tanto, con Alfonso XII como con su esposa y regente María Cristina de Habsburgo España vivió una democracia falseada. Esto no debe hacernos pensar que su actuación no estuvo exenta de virtudes; Alfonso XII fue un rey dialogante que supo limar asperezas entre los partidos políticos del sistema (de hay que fuese conocido como El Pacificador); en cuanto a su esposa y regente del hijo póstumo de ambos, el futuro Alfonso XIII, mantuvo un impecable papel constitucional no sabemos si gracias al soez consejo que le dio en el lecho de muerte su marido (“Cristinita guarda el coño y ya sabes; de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”), si al propio carácter conciliador de la regente o al pacto entre los partidos del sistema y las oligarquías que había detrás de ellos por mantener la monarquía en el trance difícil que supuso la larga regencia en minoría de edad del futuro monarca.
Será Alfonso XIII para el que la designación del primer ministro supondrá el más grave quebradero de cabeza. A diferencia de su padre y de su madre el nuevo rey se encontrará con que el sistema canovista saltó por los aires; los dos grandes partidos dinásticos, muertos sus líderes fundacionales (Cánovas y Sagasta), literalmente eclosionaron ya que la nueva generación de políticos aunque algunos eran brillantes, con deseos reformistas y renovadores (como Antonio Maura, José Canalejas o Eduardo Dato) o, al menos, se mostraron hábiles en el regate corto y parchear los problemas del sistema (caso del conde de Romanones) lo cierto es que fueron todos incapaces de presentarle al monarca proyectos a largo plazo, un sólido apoyo dentro de sus propios partidos y, con ello, una estabilidad parlamentaria a sus gobiernos.
Y es que será el gran quebradero de cabeza para Alfonso XIII; dado que España en realidad no era una democracia por el falseamiento de las elecciones, el rey, a la hora de proponer un candidato, no podía saber lo que deseaba la opinión pública sino que él debía interpretarlo. Esto colocaba al rey en la difícil tesitura de que los políticos apelasen a su figura para hacerse con el poder a partir de la confianza de la Corona, disolver las Cortes y tener la mayoría; así, a los que el rey apoyaba, consideraban que era gracias a sus indudables méritos mientras que los que no la lograban o eran destituidos culpaban al rey de sus propios defectos uniéndose al grupo de los desafectos de la corona.
En definitiva para Alfonso XIII proponer presidentes del gobierno fue todo un quebradero de cabeza; de nada servían sus virtudes personales de simpatía y campechanía (algo rarísimo en los monarcas de la época) pues luego tenía otros defectos como la imprudencia, indiscreción o el entremetimiento que le hacían parecer a los ojos de los políticos como un monarca frívolo, especialmente cuando hacía comentarios pretendidamente graciosos pero que resultaban, en realidad, contraproducentes. Además a Alfonso XIII le gustaba entrometerse, no entendió tan bien como su padre o su madre su labor constitucional, lo que se llamó entonces el borboneo; quería participar en política pues se veía con un impulso regeneracionista que muchos de sus presidentes no compartían (el propio rey identificaba al comienzo de su reinado el dejar que le gobernasen como un signo de debilidad); mantuvo unas afinidades con el ejército intensas tanto en su funcionamiento como por sus preocupaciones. Por todo lo anterior, pues, el reinado de Alfonso XIII fue un sonoro fracaso a la hora de designar a sus presidentes y, muestra de ello, es que en muchas ocasiones tuviese que amenazar con abdicar para forzar a que se formase un gobierno; el remate final fue su error último capital de designar a un militar golpista como el general Miguel Primo de Rivera como presidente; la caída de este provocaría invariablemente al poco tiempo su propia abdicación y exilio de España proclamándose la II República.
Y con esto llegamos a Juan Carlos I; en realidad el reinado del anterior monarca sólo tuvo problemas para lograr la renuncia y nombramiento de su primer y segundo presidente. Así, la dimisión de su primer ministro Arias Navarro nombrado por Franco (y con el que el rey tenía continuas diferencias ya que este se inclinaba hacia un inmovilismo ligeramente maquillado) era un paso imprescindible para desmantelar el sistema franquista. Una vez lograda esta con dificultades gracias a una tensión entre ambos y que desembocó en una abrupta dimisión de Arias (ya que el rey no podía cesarle según las leyes franquistas), el rey Juan Carlos logró que el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, colase al joven y casi desconocido Adolfo Suárez en la terna que el Consejo del Reino presentaba al rey para elegir su nuevo presidente. Una vez nombrado Suárez, desde entonces, y ya en democracia, Juan Carlos I se benefició de un bipartidismo imperfecto en el que el ganador de las elecciones, aunque en ocasiones no lograse mayoría absoluta (caso de Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero), sí había sido el indiscutible ganador y el único que podía formar un gobierno viable gracias a los acuerdos con los partidos nacionalistas; así pues, Juan Carlos I, una vez puesto en marcha el reloj de la democracia, nunca se le pusieron a prueba sus dotes como monarca constitucional a la hora de encontrar un presidente de gobierno.
Por tanto, como vemos, Felipe VI se enfrenta a una situación que no es inédita en la historia de España. Otros monarcas antes que él se han encontrado en situaciones similares; en esos casos no les bastó con ser impecablemente legalistas y constitucionales sino que, para que sus gabinetes echasen a andar necesitaron de un complicado conjunto de alianzas y acuerdos y el resultado, pese a todo, fueron gobiernos débiles y efímeros. Debe resultar desasosegador que los dos reyes que se encontraron repetidamente en esta tesitura (Amadeo I y Alfonso XIII) al final no les quedó más remedio que abdicar dado que el caos político y el enfrentamiento cerrado entre los partidos inevitablemente terminó por afectar a la estabilidad de la institución monárquica y porque el caos político al final se personificó en la figura del rey. De nada les sirvieron sus buenas intenciones, su mejor o peor formación, el trato más o menos amable, sino que dependieron más de la responsabilidad de los políticos con los que tuvieron que lidiar o confiar y del engranaje del sistema. En definitiva, y eso es algo que los españoles deberíamos entender de una vez, el problema no está, como en tantas ocasiones, en las personas como en la forma en la que funcionan nuestras instituciones, en la forma de elegirlas, de gestionarlas y en su fortaleza. Cuanto antes huyamos de personalismos y mesianismos tanto mejor nos irá.