He esperado a que pasaran varios días para escribir una reflexión personal sobre la gala de los Goya del pasado sábado 4 de febrero. Esto, por tanto, no es una crónica de televisión -no tendría sentido, no sería ni siquiera mi cometido-.
Quizá es porque llevo ya unos años viviendo fuera de España, desacostumbrado a oír gente que habla mi lengua en la tele de manera fluida -y no para hacer chascarrillos-, pero pasé tres horas muy entretenidas viendo la entrega de los Goya a través del portal online de RTVE. No me he vuelto loco, la gala sigue siendo demasiado larga, cargada de momentos embarazosos -ganen ustedes un premio y ya verán que mal trago hablar en público, con los nervios-, chistes rescatados en yacimientos arqueológicos y momentos musicales para el olvido. Sí, estamos todos de acuerdo, pero no hace falta hacer sangre. Sobre todo porque, al contrario de lo que muchos todólogos sostienen, todos los que nos hemos tragado más de una noche de los Oscar entera, desde la alfombra roja hasta la entrega de la estatuilla a la mejor película, sabemos que también son un coñazo y no siempre el maestro de ceremonias toca la tecla justa del humor o la realizadora es capaz de sincronizar las cincuenta cámaras que tiene a su disposición o el galardonado de turno consigue expresarse de la forma más clara y concreta.
Las galas de premios deberían ser entretenidas, claro que sí, pero la cosa más entretenida de una retransmisión de esas características es el suspense intrínseco de resolver una veintena de incógnitas: ver quién ganará los premios, si tu película preferida del año será igualmente reconocida por los académicos o no, si habrá decisiones que consideraremos injustas (que todas las injusticias del mundo sean así, por favor) y si los artistas que admiramos serán premiados por hacernos sentir emociones en una pantalla. Y para eso, para que la gala de los Goya mole, no hace falta que Dani Rovira se convierta en Louie C.K., sino que hayamos visto las películas que están nominadas.
Desde hace años se estrenan un puñado de películas españolas que rozan la excelencia, que hablan de nosotros y para nosotros y que al mismo tiempo se exportan y son aclamadas en el extranjero. Aquí, en Italia, flipan con nuestro cine. Aquí, en Italia, donde Paolo Sorrentino, Matteo Garrone y Nanni Moretti hacen cine y donde han inventado el neorrealismo y la commedia all’italiana y donde han nacido genios como Fellini, Rossellini, Antonioni o Petri, más de una vez me han dicho que ojalá en Italia se hicieran tan buenas películas como en España. Y mientras tanto, nosotros nos enfangamos en debates bizantinos sobre la españolidad de Trueba (cuando quizá deberíamos discutir sobre su sentido del humor) y seguimos echando mierda a paladas sobre una industria que genera empleo, repercute positivamente en la economía del país y además exporta nuestra lengua y nuestra cultura al extranjero.
Ojalá en España se viera más cine español.