“Te quiero”, me dijo mientras se acuclillaba a mi espalda, ayudándose del respaldo de mi silla. Dejé caer el libro que sostenía entre las manos, giré la cabeza, sonreí y sellé su boca con el dedo índice de mi mano derecha. “No digas más”, atajé. “He soñado con este momento desde que atravesaste el umbral de mi casa por primera vez”. Enredé entre su pelo mi mano izquierda, sostuve su barbilla con la derecha y la besé. No sabría decir con exactitud el tiempo que me pasé amorrado a los labios de esa mujer de la que me había enamorado perdidamente el día que la conocí, seis meses atrás, cuando vino a visitar mi casa con la intención de alquilar la habitación pequeña. Seis meses de una convivencia plena de felicidad en los que compartimos alegrías y penas, íntimos secretos y comentarios banales, pero también seis meses de frustración en los que jamás me atreví a confesarle lo que verdaderamente sentía por ella, aterrado por la posibilidad del rechazo que, de producirse, mancillaría irreparablemente nuestra hermosa relación.
Pensé en todo eso mientras exploraba su boca con la lengua. Fueron unos pocos segundos, no más. Hasta que se zafó de mis manos, que hacían presa, y me apartó la cara. En una grácil maniobra se incorporó y se alejó dos pasos de donde yo aún permanecía sentado. Agitada, respiraba con dificultad, como si le faltara el aire. Aguardé, expectante, a que se tranquilizara para que me explicara lo que le ocurría. “Te quiero”, repitió. Y tras una pausa que duró una eternidad, probablemente más prolongada en el tiempo que la duración de nuestro primer apasionado beso, añadió: “Te quería, en realidad, pedir un favor. Se ha atascado el váter y no traga nada. El caso es que, bueno, habría que meter la mano hasta el fondo para liberar lo que sea que lo bloquea. Y, bueno, esto, acabo de descubrirlo al tirar de la cisterna y ahora… Vamos, que está todo flotando y… lo he intentado, pero me ha dado una arcada. ¿Podrías…”, comenzó a preguntar, pero yo ya no la escuchaba.
Me levanté de la silla sin contestar. Abrí el botiquín y extraje de él un par de guantes de látex y una mascarilla, y me encaminé hacia su baño, aturdido y mareado.