En un alarde de genialidad narrativa, el clímax de la película Indiana Jones y la última cruzada se sostiene en el suspense que genera un desafío teológico. Para sortear las trampas mortales que custodian el acceso al Santo Grial, el icónico aventurero interpretado por Harrison Ford debe cuestionarse sus propias convicciones. “Debes creer”, le grita su padre desde el interior de la gruta, porque la única manera de atravesar ese abismo que le separa del bendito copón es saltar hacia la fe.
La secuencia es muy evocadora y no solamente (o no necesariamente) desde una perspectiva religiosa. Pongamos por caso que el interior del Tesoro de Petra en el que se desarrolla esta parte del filme representa el mundo que se desmorona a nuestro alrededor. La dichosa crisis es el mal absoluto al que encarnan esos místicos nazis spielbergianos y el bueno de Indy, una víctima de sus malignas maquinaciones. Pero no una víctima cualquiera, sino un aventurero: un pionero audaz, un working class hero que se niega a aceptar que no hay salida, porque está ahí mismo, al otro lado del abismo al que nos asomamos. Pero saltar al vacío no es la solución: para atravesar el espacio que separa a uno del otro es necesario encontrar ese camino eclipsado por una reaccionaria oscuridad.
Un par de años atrás, el escritor argentino Hernán Casciari tuvo la osadía de dejar de colaborar con todos esos periódicos en los que escribía y se inventó una revista. Una revista autoeditada, sin publicidad, impresa bajo demanda y distribuida gratuitamente en formato electrónico. A aquello lo llamó Orsai, como a su blog, y muchos de los le que seguimos desde hace años confiamos en que, seguramente, merecería la pena. Dicho en términos estrictamente económicos: nos comprometimos a comprarla. No solo no nos defraudó, sino que además superó las expectativas de todos. Ahora Orsai es un proyecto mucho más grande, dentro de la humildad, y está más vivo que nunca.
Hace unos meses, mi amigo Adolfo leyó un artículo que este argentino dedicó a Lucía Etxebarría, que por aquel entonces andaba muy preocupada por la piratería. El gordo, en aquel texto precioso, decía lo siguiente:
Existe, cada vez más, un mundo flamante en el que el número de descargas virtuales y el número de ventas físicas se suma; sus autores dicen: «qué bueno, cuánta gente me lee». Pero todavía pervive un mundo viejo en el que ambas cifras se restan; sus autores dicen: «qué espanto, cuánta gente no me compra». [...]
No tenemos que ver al mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con alzheimer. [...] No hay que debatir con él, porque gastaríamos energía en el lugar incorrecto. Hay que usar esa energía para hacer libros y revistas de otra manera; hay que volver a apasionarse con leer y escribir; hay que defender a muerte la cultura para que no esté en manos de abuelos gagá. Pero no hay que perder el tiempo luchando contra el abuelo. Tenemos que hablar únicamente con nuestros lectores.Lucía: tenés un montón de lectores. Sos una escritora con suerte. El demonio no son tus lectores; ni los que compran tus novelas ni los que se descargan tus historias en la red.No hay demonios, en realidad. Lo que hay son dos mundos. Dos maneras diferentes de hacer las cosas.
Está en vos, en nosotros, en cada autor, seguir firmando contratos absurdos con viejos dementes, o empezar a escribir una historia nueva y que la pueda leer todo el mundo.
Adolfo, cuando leyó esto, estaba terminando de escribir su primera novela. Casi al mismo tiempo que recogí en una librería el primer número de Orsai, mi amigo decidió dejar un empleo que no le satisfacía en una inmensa cadena de televisión para dedicarse a algo que realmente le llenara: contar historias. Porque eso es, básicamente, lo que en realidad ansiamos todos los periodistas. No lo demoró ni un segundo y enseguida se puso a darle a las teclas. Día tras día. Qué iba a hacer con la novela cuando la acabara era una pregunta que le formulábamos sus amigos constantemente y que, de alguna forma, le torturaba. Para cuando Adolfo leyó ese artículo ya había pergeñado la respuesta a esa incómoda pregunta -había vislumbrado ese nuevo mundo-, pero descubrió esa pasarela que le permitiría acceder a él -a formular su respuesta con toda autoridad-.
No creo que Adolfo se sienta cómodo en la comparación con Indiana Jones (probablemente Hernán tampoco), pero sí le considero un intrépido, dicho esto sin alharacas. Se ha pasado toda la puta vida currando y sus orígenes y su esfuerzo no le convierten en ningún héroe (ni lo pretende, ni siquiera el working class hero que representa Indy), pero le desprenden de cualquier sospecha de ingenuidad o inconsciencia. Adolfo, que lo más grave que padece es un patológico (y algo contagioso) optimismo, aspira más bien a alcanzar la felicidad del gordo. A vivir de aquello que le gusta, que es contar historias, honesta y humildemente. Ese es el mayor lujo que quiere permitirse. La esencia de lo que quiero decir es que lo que ha hecho es saltar hacia una fe e, insisto, no a una fe entendida de una manera cristiana, sino a la fe de que lo que sostiene a un escritor son, fundamentalmente, sus lectores. A una religión cuyo primer mandamiento es que sin lectores, no hay novelas.