La nueva cara de Túnez

Rostro de Ben Alí tachado enfrente del palacio presidencial donde, antes de la revolución, se hallaba su retrato oficial.
(Crónica desde TÚNEZ)

Se acaba de cumplir un año desde la caída del autócrata Zine el Abidi Ben Alí. Un año desde que el pueblo tunecino se sublevó por toda la región exigiendo libertad. Una sublevación que empezó con la inmolación del  parado Bouzzizi. Un suicidio que prendió un incendio revolucionario que también acabaría con Mubarak y Gaddaffi. Una revolución que, en definitiva, cambió la idiosincrasia de los países árabes.

Por eso Túnez, la cuna de la ‘Primavera árabe’, está de celebración. Y no es para menos: desde que se independizó de Francia en 1957 hasta ahora, el país no sabía lo que era la democracia. Primero fueron 30 años de mandato de Habibi Bourgiba y, después, otros 23 de Ben Alí. Ahora, tras conseguir la codiciada libertad, se ciernen nuevas cuestiones ¿Está la población preparada para afrontar este nuevo reto? ¿Se producirá un deterioro o una mejora en la calidad de vida? ¿Tomarán los fundamentalistas islámicos el poder?

Mucho conseguido. Mucho por conseguir

Un rápido recorrido por la capital de este pequeño país de 11 millones de habitantes te da una idea del imperio que el clan Ben Alí tenía montado: un banco de aceitunas propiedad de un sobrino; un concesionario de Porsches como regalo a uno de los yernos; un resort cinco estrellas reservado exclusivamente para sus más cercanos allegados; una mansión levantada a pie de playa a nombre de su mujer… A todo esto, también habría que añadir los colosales monumentos y edificios construidos por mero capricho que supusieron un millonario desembolso -además de enormes hectareas arrasadas- y que, a día de hoy, todavía no se les ha encontrado utilidad alguna. Un lujo ramplante e impune que contrastaba de manera violenta con la extrema pobreza que se puede observar por las calles del país.

Tras las revueltas, todo ese tinglado familiar pasó a manos del Estado. El exmandatario y su esposa, Leila Travelsi, se encuentran exiliados en Arabia Saudí a la espera de un juicio. Se ha puesto fin a las persecuciones políticas y religiosas. Y los ciudadanos por fin saborean la libertad como, simbólicamente, demuestra la proliferación de graffitis (anteriormente prohibidos).

No obstante, esto no quiere decir que todos los problemas estén resueltos: el desempleo se ha disparado (se ha pasado de 650.000 a 900.000 parados) provocando el desánimo de muchos ciudadanos. La huelga encubierta de los obreros que amontonan bolsas de basura por las carreteras, la multiplicación del número de inmolaciones o la fuerte presencia policial en cada esquina, demuestra que la situación no está plenamente controlada.

En este contexto – y tras una ejemplar transición liderada por Ghannouchi- se celebraron el pasado diciembre las primeras elecciones democráticas. A ellas concurrieron más de 140 partidos, en las cuales salió elegido el partido de los islamistas moderados, Ennahda, con un 42% de los votos. Victoria que –al igual que lo sucedido en Marruecos, Egipto o Libia- ha sido recibida con escepticismo y miedo por los occidentales por temor a que esto conlleve una islamización y radicalización de la sociedad. El nuevo presidente electo, Hamadi Jebali, ha querido calmar a la opinión pública declarando que él “no es Jomeini”, y que pretende imitar el sistema moderado de Turquía. Muestra de estas buenas intenciones ha sido la formación de un gobierno de coalición con los partidos laicos del Consejo para la República y los socialdemócratas de Ettakatol; otorgándoles carteras clave como el ministerio de Turismo, el de Economía o el cargo del presidente de la República. Sin embargo,  la creación de un ministerio para los Derechos Humanos independiente de la ONU o el intento de establecer un consejo para regular la prensa ya han provocado las primeras fricciones.

Abd el Krim, un informático tunecino, resume de manera gráfica estos conflictos: “Antes solo teníamos un rival. Ahora, tenemos decenas.”

Festejando aniversario de la revolución. En la pancarta se puede leer “No nos olvidamos de los mártires”

El aniversario del triunfo

El pasado 14 de enero tuvo lugar la celebración de la primera y nueva fiesta nacional. Las principales plazas de las ciudadades fueron tomadas por riadas de ciudadanos que salieron a festejar su joven democracia. En la principal arteria de Túnez capital, la Avenida de Burguiba, la participación se contó por decenas de miles de personas. El ensordecedor ruido de los claxones, unido a bailes y cánticos regionales fueron la nota dominante. Tampoco podían faltar las consignas del estilo “Ben Alí, fueeeeraaa”, ni los ‘recados’ a sus antiguos aliados: en algunas pancartas se podía leer “EEUU cómplice de los asesinatos”  o “Catar, el banquero de Ben Alí”. También los hubo que se acordaron de Koffi Annan y de Banki Moon, como fue el caso de Nurhan, una librera que asegura que jamás les llegó “ni un dinar” de lo que prometieron cuando visitaron al país. Pero, por general, la gente estuvo más volcada en pasarlo bien que en criticar a sus enemigos.

Mención aparte (des)merecen  los salafistas, el movimiento sunni que reivindica el retorno a los orígenes puros del islam y la expulsión de los extranjeros. Su presencia fue testimonial (se calcula que solo hay inscritos 300 miembros) pero su desfile por la calles blandiendo banderas negras y los gestos desafiantes que dedicaban a los extranjeros provocaban escalofríos. No obstante, a su paso, los tunecinos reaccionaban alzando la bandera oficial de Túnez y exclamando “!Esta es la auténtica bandera!. ¡Dejad de ensuciar nuestras calles!”.

A lo largo de la jornada, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada, no hubo que lamentar ningún tipo de incidente.

Una sociedad de contrastes

Algunos de mis compañeros de profesión se quejaron de la hostilidad con la que les recibieron algunos habitantes. Yo, personalmente y respetando su opinión, no tuve tal sensación. Más bien, todo lo contrario: conductores que te sonrían por las carreteras, palabras de cordialidad y afecto de los transeúntes y jóvenes que no tenían ningún reparo en enseñarte con orgullos sus viviendas. Quizás, sean sus costumbres (miradas fijas y penetrantes, manía de escupir al suelo, conversaciones a gritos…), las que producen un choque cultural difícil de entender para los occidentales.

En lo que respecta al integrismo religioso, hay que decir que es posible encontrarse de todo. Por las calles lo mismo puedes ver a mujeres completamente tapadas con el burka, como a chicas con el rostro al descubierto, escotadas y con minifalda; al igual que te cruzas con fanáticos rezando todo el día, te encuentras con gente que ni siquiera rinde culto a Alá en las llamadas a la oración.

Maryam (nombre ficticio) es una monja de una catedral en las afueras de la capital. Ella asegura que la convivencia entre religiones ha sido siempre pacífica y explica el auge de los partidos islamistas como consecuencia de décadas de represión. Pero, al mismo tiempo, afirma que la catedral está permanentemente vigilada por policías de paisano y que solo les permiten dar catequesis a los extranjeros.

Con todo lo dicho, aún es prematuro hacer juicios formados. La gente está experimentando por primera vez en su vida lo que es la democracia, sectores fundamentales, como el turismo, se deben reestructurar y las formaciones políticas todavía se encuentran en plena maduración.

Son muchos los retos a los que se enfrenta esta nación africana pero, tal y como asevera el guia turístico Ismaif, “los tunecinos lucharán unidos y sin violencia. Como siempre han hecho”.

Escudero

En colaboración con Óscar Saínz de la Maza

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