Dos buenos amigos

Cada vez tengo menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos 200 años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. Dicen los clasicistas que en la treitena de tragedias griegas que han quedado de Sófocles, Eurípides y Esquilo está contenido el mundo. Algunos se atreven a decir que bastan La Ilíada y La odisea de Homero o unos cuantos Diálogos de Platón para entender al ser humano, sus luchas y sus eternas dudas. Por supuesto, no hay que olvidar que posteriormente escribieron libros inmortales tipos como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, Proust, Kafka, Joyce y puede que alguno más. Y ¿todo esto para qué, si la novela más leída del año será Grey, la nueva obra de la autora de la cincuentena de sombras?

Ser escritor es un destino pobre para cualquiera. Entre la solemnidad y el ridículo, uno se pasa la vida interpretando papeles que no acaba de entender. Son muchos, casi innumerables y no siempre excluyentes. Uno de ellos, por ejemplo, es el papel del impostor, el del escritor que provoca en el lector la sensación de estar engañándolo, y por lo tanto también se engaña a sí mismo. Javier Cercas lleva muchos años jugando este papel, y en su último libro, titulado no por casualidad El impostor, lleva al paroxismo este juego de veleidades.

Por mi parte, desde que empecé a leer la obra de Cercas me convertí en un ferviente admirador suyo. Luego, consecuencia ineludible, fui un vulgar imitador de su estilo. Más tarde me convertí en un experto en sus constantes narrativas y después, otra consecuencia ineludible, empecé a aburrirme de ellas. En algún momento del pasado sentí lástima por mí y por él y por los libros que él había escrito y por los libros que tenía pensado escribir yo y que probablemente no escribiría nunca. Entonces, de manera igualmente ineludible, llegó la indiferencia, lo cual siempre provoca una paradójica tristeza. Como cuando dos buenos amigos dejan de hablarse sin que ninguno de los dos acierte a saber por qué.

La evolución de nuestra amistad ha ido pareja a la lectura de sus obras. El primer libro de Cercas, El móvil, me pareció un ejercicio sencillo pero valioso. El inquilino me hizo pensar en las mejores posibilidades de la autoficción. El vientre de la ballena me dejó confuso. Soldados de Salamina me hizo creer definitivamente en la autoficción y en la capacidad para convertir la historia en algo ejemplar y sin embargo inane. Los Relatos reales le dieron la vuelta a esta idea convirtiendo la realidad más prosaica en artefactos inteligentes de ficción. La velocidad de la luz logró conmoverme al tiempo que instauró una barrera incómoda entre nosotros. La lectura de las diferentes recopilaciones de sus artículos y reportajes me granjeó nuevamente su amistad y cercanía y tuvimos lo que se llama una segunda oportunidad.

Sin embargo, su acercamiento al golpe de estado de Tejero en Anatomía de un instante me volvió a hacer dudar de sus condiciones y estrategias narrativas. Tras abandonar a medias la lectura de Las leyes de la frontera decidí que nuestra relación se había acabado y que Cercas me había dado todo lo que podía ofrecerme cuando yo era un escritor joven, inexperto y desamparado que necesitaba un padre, un valedor y también, en definitiva, un amigo. Había llegado el momento de separarnos. Yo ya no era un escritor tan joven ni tan inexperto, aunque sí igual de desamparado, y lo único que quedaba entre nosotros era la pena y el rechazo que genera la incomprensión.

En su última obra, El impostor, que no sabemos si llamar novela o no, Cercas ha buceado en la vida y la obra de un genial impostor, Enric Marco, un hombre que hizo de su vida una leyenda sin que hubiera en ella nada verdaderamente heroico. Un falsario, un tramposo de la peor estofa, un embaucador que logró engañar a todos, pero sobre todo a sí mismo. Me pregunto si Cercas sabe que conmigo se ha portado del mismo modo.

Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta. Pero ¿qué libro no lo es? ¿Acaso toda la literatura no es otra cosa que la forma más elegante de perder el tiempo? El impostor es un libro necesario, un libro que tenía que ser escrito y que tenía que ser escrito, además, por Javier Cercas. Pero también, me atrevería a decir, debería haber sido un libro mejor, un libro menos superfluo y más valiente. Un libro que hablara de impostores, sí, pero sin imposturas de ningún tipo.

Pero en fin, qué puedo decir, yo solo soy un antiguo amigo que le echa de menos y quizá, sin darme cuenta, me haya dejado llevar por el resentimiento de la pérdida, por la añoranza de lo que fuimos y que ya nunca seremos. Dos buenos amigos. Sólo eso.

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