Mil metros

Lucía se despertó de un escalofrío tan violento que se golpeó la sien contra la ventanilla del coche. En un acto reflejo, movió la mano derecha para tocarse la cabeza, pero el brazo se le enredó en el chaquetón militar que le cubría como una manta. Después de liberarse, se quitó la gorra con orejeras con el emblema de su universidad y palpó el lugar en el que se había golpeado para calmar el dolor. Miró a su izquierda y vio el asiento del conductor vacío. Restregó el dorso de la mano en el cristal empañado e identificó a unos doscientos metros el letrero de un Autogrill, el único punto luminoso en medio de la oscuridad. Supuso entonces que su padre habría parado para repostar gasolina o para tomar café o simplemente para ir al baño, y que no quiso despertarla.

Salió del coche, se colocó de nuevo la gorra y se metió dentro del chaquetón, que le quedaba enorme. Al abrochárselo sintió que un objeto rígido le oprimía la cadera. Metió la mano en el bolsillo derecho y sacó un estuche rectangular de plástico negro cuyo contenido reconoció inmediatamente: una pistola Zastava CZ-99 de fabricación yugoslava y un cargador de quince cartuchos del calibre 9 mm Parabellum. Su padre, el capitán Gutiérrez del Ejército de Tierra de las Fuerzas Armadas, guardaba bajo llave numerosas pistolas, rifles y fusiles. La mayoría de ellas las había traído de manera irregular de las misiones internacionales en las que había estado desplegado. Lucía había aprendido los nombres de muchas de esas armas y conocía las historias de cómo y dónde las había obtenido. La CZ-99, por ejemplo, había sido el primer trofeo de guerra del capitán: una pistola semiautomática que había incautado a un civil serbio al que redujo en una refriega en la localidad kosovar de Mitrovica.

Cuando se hubo aproximado a unos veinte metros del establecimiento, se dio cuenta de que en el interior había una persona que cubría su cabeza con un pasamontañas. Tardó varios segundos en reaccionar, se puso en cuclillas y se acercó cuidadosamente hacia una parte de la cristalera cubierta por una máquina de refrescos. Allí agazapada vio que el encapuchado apuntaba a un empleado del local con un modelo de arma que Lucía no reconoció, pero estaba segura de que se trataba de una automática de repetición. El atracador, sin duda un hombre, vestía un impermeable negro largo y ancho y calzaba botas de pescador. A sus pies, dos hombres estaban tumbados boca abajo con las manos sobre la nuca. Sobre el suelo, un reguero de sangre se perdía a unos pocos metros a la izquierda, detrás de un expositor.

[Continuará]

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