La semana pasada la Red se conmocionaba con la desgarradora historia de una mujer italiana que se ha suicidado después de haber sufrido el acoso de su expareja, gente de su entorno y completos desconocidos que se arrogaron del derecho de insultarla por el hecho de que hubiera consentido grabarse un vídeo practicando sexo. El vídeo saltó de un móvil a otro y así hasta las plataformas que albergan contenido pornográfico y aunque la mujer solicitó a los servidores que lo eliminaran de sus bibliotecas, el vídeo no desapareció hasta que un juez dictó sentencia en su favor, obligándola, eso sí, a pagar las costas judiciales por valor de 20.000 euros. Se informaba del trágico desenlace de esta historia ilustrándolo con fotografías de la mujer, a veces en bikini, y se citaba su nombre, aunque lo hubiera cambiado precisamente para evitar ser asociada a ese vídeo. Se hacía así viral la desesperación de una víctima de la viralidad.
El suicidio de la mujer italiana podría haber inspirado un momento de reflexión sobre nuestra participación, a veces involuntaria, en el escarnio y la humillación de desconocidos cada vez que hacemos click en una noticia que nos invita a ver las últimas fotos robadas, cada vez que compartimos un vídeo robado de una estrella de Hollywood a la que han crackeado el móvil o el ordenador, cada vez que juzgamos a una persona, generalmente una mujer, por el hecho de hacer lo que le dé la gana con su cuerpo y con sus dispositivos electrónicos. Nada de eso habría devuelto la vida a esta mujer, pero al menos sí su dignidad. Pero ni siquiera somos capaces de eso. En Italia hoy es noticia que otra mujer, esta vez una conocida presentadora de televisión, ha sufrido una invasión de su intimidad, se le han robado fotografías y vídeos íntimos y se han publicado en la Red, esa abstracción que conformamos todos y cada uno de nosotros, delante de un aparato conectado a Internet, y que hace unos días se mostraba consternada.
Tenemos un problema muy serio.
